Extrañamos a las élites en estos años de democracia formal, de sucesivas elecciones, de episodios grandes y acontecimientos menores, de esperanzas y asonadas que marcaron a la sociedad, influyeron sobre la economía y la cultura.

La abdicación de las élites y la renuncia a sus papeles fueron los hilos argumentales que se prolongan desde aquella época que se inició con las ilusiones de la presuntuosa refundación democrática, allá en 1979, y que concluyó, con crisis sucesivas, en el profundo agotamiento institucional que vivimos.

Paralelamente, se produjo en estos años la transformación de las élites en grupos de presión y, en otros caos, en invitados de piedra al drama nacional. Nunca antes la trayectoria de los “notables” había sido más equívoca y contradictoria. Nunca antes intelectuales, académicos, empresarios y políticos han dejado huellas tan mediocres, ni hubo tan extrema desorientación por falta de ideas. Nunca se pensó tan poco al país, ni se transó tanto en torno a ventajas políticas y de todo orden.

El tiempo de la democracia reinaugurada, en el ya lejano 1979, ha sido tiempo de caudillajes menores y de batallas interminables para obtener ventajas sectoriales y seguridades grupales.

En muchos episodios, el cálculo suplantó a la grandeza, la mentira suplantó a la verdad y el discurso encubrió a la realidad. Los dirigentes, salvo escasas excepciones, prefirieron confundirse con la masa o actuar como gestores de pequeñas transacciones, tarea en la que no dudaron en usar las instituciones y mediatizar los papeles que les tocaba cumplir.

Lo singular y contradictorio es que en esos años se produjeron grandes reacomodos humanos y esenciales modificaciones culturales. La sociedad cambió, las generaciones se sucedieron, pero todo ello ocurrió con la ausencia de dirigentes que, desprendiéndose de sus cálculos partidistas, gremiales o sindicales, debieron ejercer la vocación de élites para convocar a la comprensión de lo que ocurría en el país, a la interpretación del nuevo tiempo y al gesto que haga posible la unidad nacional. Abdicaron de la obligación de dirigir desde estrados mejores y distintos de la política partidista.

Las élites, cuando existieron, fueron dirigencias ejemplares, con alto sentido del deber y del honor, comprometidas con las causas nacionales y más inclinadas a las responsabilidades que a los derechos. Las élites no fueron ni partidos ni movimientos ni grupos de presión articulados para lograr ventajas y ganar dinero. Las élites ejemplares fueron la contrapartida de los grandes conglomerados, su dirección, su ruta y su maestro.

Cuando las élites abdicaron de su tarea, se hicieron negociadores de pasillo, y entonces llegó la abulia de las sociedades, la costumbre de obedecer sin réplica y el hábito de no pensar. Y llegó el refinamiento de la capacidad de acomodarse. En ocasiones llegó la rebelión, como decía el filósofo español José Ortega y Gasset.

¿Será posible que las élites se restauren, que las nuevas generaciones asuman semejante reto y que los demás reconozcamos nuestra indolencia? (O)