Votar era un rito cívico y no una formalidad; era una misión y no un trámite. La decisión era largamente discutida en las sobremesas de las casas, en el sitio de trabajo, en aquellos tiempos en que el país no estaba enredado en la violencia ni en la confusión de las redes ni en el despiste de las opiniones superficiales y multitudinarias. Eran tiempos en que padres y abuelos eran conservadores o liberales de corazón, o socialistas o comunistas, porque detrás había valores muy arraigados y un claro sentido de responsabilidad. Había un país que no era palabra política sino vivencia; aquello fue cuando ser quiteño, cuencano, riobambeño o guayaquileño eran formas concretas de ser ecuatorianos.

¿Cuándo perdimos todo eso? ¿Cuándo dejamos de creer? ¿Cuándo cedimos el espacio a los mercaderes de las ideas, a los mentirosos de profesión, a los charlatanes de feria?

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Nos modernizamos, viajamos, nos empezó a molestar el país y a apestar la música nacional. Crecimos en dinero y en poder, pero se nos achicó el corazón, se evaporó el sentido del deber y los “sabios políticos” nos hablaron de nuestros innumerables privilegios, vaciamos nuestras viejas casas y nos fuimos sin recuerdos, nos fuimos de nuestros espacios y dejamos abandonadas, entre las cosas inútiles, las creencias, las ideas y la ética. Nos transformamos en ciudadanos-consumidores y la república se hizo esa palabra vacía y esa mentira que ahora nos duele a unos pocos. El país se convirtió en una nostalgia que se achica, que se pierde entre la prisa, la corrupción, el estrépito y el tumulto.

¿Cuándo cedimos el espacio a los mercaderes de las ideas, a los mentirosos de profesión, a los charlatanes de feria?

¿Cuándo perdimos el sentido del deber, la noción y la vivencia de que a cada derecho corresponde una obligación? Alguna vez existió la idea, y quizá también la creencia, de que el país era el espacio histórico que nos hacía compatriotas, vecinos, paisanos, y que sobre él, en él, estaba construida una república que se expresaba en autoridades respetables, reglas equitativas y prestigios vinculantes. La política, pese a todas sus pequeñeces, era una actividad con alguna decencia.

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Enseñar Derecho era, entonces, una suerte de consagración a tareas que tenían que ver con la justicia, la solidaridad, la equidad. Había pícaros, cierto es, pero eran la excepción, la viveza estaba condenada socialmente y aquello era el gran soporte de la ley.

Después, en algún momento fatídico, aquella estructura social, cultural y jurídica se derrumbó, las élites se evaporaron o se hicieron minorías, grupos de presión, clubes de calculadores. La viveza y el arreglo se volvieron reglas, y las leyes se hicieron una ilusión para ingenuos. La majestad huyó de las instituciones y el cinismo se convirtió en la lógica dominante. Y llegó la violencia y con ella el miedo, y también el hábito de mirar impávidos el crimen, la desvergüenza y la osadía.

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Con la caída de la república, la sociedad civil también colapsó. Y hoy, con solitarias excepciones, parece un coro de lamentos. Es una masa de gentes eternamente inconformes, que de todo lo saben.

¿Será posible restaurar todo esto y recuperar lo perdido? (O)