El Estado y sus funciones se inventaron para servir, hacer posible la convivencia, ejercer el monopolio legítimo de la fuerza y regular razonablemente los intereses de las personas. El Estado es un instrumento. No es un fin, y la política debe seguir esa línea. Pero el poder y la política se han transformado en objetivos de grupos, aspirantes a caudillos y militantes de ideologías que jamás se han votado.

La transformación del Estado en el “ogro filantrópico”, en el “padrecito” que premia y castiga, y que define la vida de los ciudadanos, explica el bloqueo permanente que soportamos; explica la invención de los innumerables trucos para desalentar las iniciativas y negarse a legislar en la forma en que imponen las circunstancias; explica la ausencia de normas que hagan posible juzgar conforme al sentido común y a los principios de justicia, celeridad y responsabilidad.

La república, que no acaba de constituirse, sufre el permanente bloqueo de toda sugerencia que no provenga de los núcleos de poder. Bloqueo a las iniciativas de reforma política que no cuentan con la bendición de los iniciados en los secretos que aseguran los candados de la dominación. Bloqueo que es el resultado de la cínica transformación de los ciudadanos en masa electoral, que sirve solamente para “legitimar” un sistema inoperante que niega todos los días los derechos. Bloqueo que construye toda suerte de trincheras para asegurar la sobrevivencia de los miembros de esta sui géneris “nomenklatura” de privilegiados, de poderosos sin responsabilidad que prospera entre las ruinas de un Estado de Derecho, que nunca fue nada más que una ilusión.

Veinte constituciones y 200 años de República fallida; caudillos que creen que la legalidad es su traje a la medida; elecciones que son el sorteo de la felicidad o de la ruina; una sociedad civil sin protagonismo; élites que se niegan a sí misma y se esconden; un principio de autoridad que es enunciado y burla. Y el desconcierto que es como el aire que respiramos cada día. El miedo que es el pulso de un país sin rumbo.

Veinte constituciones y 200 años de República fallida; caudillos que creen que la legalidad es su traje a la medida...

En vísperas de la instalación de la Asamblea Nacional, y antes de que se inaugure el nuevo régimen, ya se anuncian pactos, bloqueos y tácticas dirigidas a conseguir los objetivos que se han propuesto grupos políticos, caudillos obsesionados por el afán de poder y los infaltables grupos de presión. No he escuchado ninguna propuesta que anuncie acuerdos nacionales indispensables para superar la crisis. Nadie habla del país. Apenas trascienden nombres de personajes que solo expresan intereses partidistas. No veo ningún gesto de grandeza. No se atisba propósito alguno de enfrentar el drama que acosa a la sociedad.

¿Alguna idea sobre los temas de seguridad, una noción de reforma legal que proteja a la sociedad civil, que le devuelva la confianza? ¿Alguna pista que aluda al nuevo ordenamiento laboral? ¿Alguna meta legislativa que tenga como objetivo restaurar la paz?

Puedo equivocarme, pero no he escuchado nada. Y la nada es ahora un enorme vacío para el país. Y es otra forma de acentuar el desaliento. (O)