Nos abruman los equívocos. Las interpretaciones erróneas nos confunden y nublan la perspectiva. Los supuestos y las hipótesis imaginarias abundan en los medios, en las redes, en las entrevistas. Muchos análisis parten de simples percepciones.

El discurso político es un constante equívoco, cuando no es pura y simple estrategia y cálculo. Los temas más frecuentes son el “bienestar del pueblo” y la “salvación nacional”, y quizá también la restauración de la soberanía, la liquidación del liberalismo y demás asuntos de dimensiones parecidas. Todos sabemos, sin embargo, que esa retórica que retumba en las campañas y satura los medios y las redes sirve para ganar las elecciones, constituir mayorías y mandar según las consignas de partidos, caudillos y otra suerte de caciques. Para nada más.

Los equívocos no obedecen a errores ni a entusiasmos de circunstancia. Son una constante que ha envenenado la política, son un modo de ser, una línea de conducta que confunde a quienes no están en los secretos del poder. El punto es que la democracia como forma y la república como tema de fondo exigen un mínimo de verdad y otro tanto de consecuencia. El voto entraña la decisión de cada ciudadano sobre la presunta verdad que los candidatos nos venden con el poderoso recurso de la propaganda. La gente elige por las esperanzas que suscitan los candidatos, por las alternativas que sugieren.

La evidente decadencia de la democracia representativa tiene que ver con la reiterada inconsecuencia de gobernantes y legisladores. Por las razones que fuesen, nunca coinciden las ofertas con las realidades, y la gente pronto se siente defraudada, ya sea porque en las campañas se prometen imposibles, o porque, en la necesidad de sobrevivir para gobernar, y por los intereses para legislar, se buscan portillos para desembarcarse y excusas para explicar lo que era evidente desde el principio: que la realidad es la gran adversaria del discurso, de la propaganda y de la imagen.

A la decadencia de la democracia, le acompañan la crisis de la república y el deterioro institucional. Y por si eso fuere poco, está la devaluación de la legalidad, la inutilidad de las estructuras burocráticas, y por cierto, la corrupción. Y claro, la inseguridad. No asumir semejantes dramas, soslayar la realidad y disfrazar los problemas, es quizá el más grande de los equívocos. Y así los discursos se caen tan pronto asoman las orejas del lobo.

América Latina, y por cierto, el Ecuador, viven anclados en equívocos, en hacer discursos falsos sobre la democracia, cuando el sistema necesita verdades y no retórica; en ofrecer salvaciones imposibles, en culpar al otro de los errores propios, y en propiciar imposibles. Ningún dirigente, ni la sociedad civil, quieren enfrentar la “prueba ácida” de la verdad. Porque no hay cultura política, no hay tradición republicana ni respeto a las instituciones y a la ley.

Vivimos las consecuencias de la crisis estructural de la democracia y de la nulidad del sistema de representación política. Son los síntomas de una grave decadencia. (O)