La cultura del servicio: podría parecer un tema abstracto, académico, quizá inútil cuando las necesidades acosan, la violencia impone miedo, la política erosiona las instituciones y pervierte la poca fe que le queda a la gente. Pero no. La ausencia de esa cultura explica muchas cosas e innumerables desastres. Explica la inutilidad del Estado, la pesadez de la burocracia, la indolencia de funcionarios, jueces y demás jerarcas.

Cultura del servicio quiere decir que los mandatarios -todos- son personajes transitorios a cargo de una tarea (por tiempo limitado). Cultura del servicio significa que en una república no se eligen reyezuelos, ni caudillos, ni candidatos a pasar a la historia. Se eligen servidores de la comunidad, que deben rendir cuentas del poder ajeno que ejercen y que, por tanto, están obligados a revelar sus planes, explicar sus alianzas, sustentar sus decisiones y renunciar a toda ambición que contradiga el mandato.

El síndrome de Procusto

Significa, en suma, decidir, ajustar su conducta a las reglas, informar y militar sin descanso por la transparencia. Ser útiles.

Me temo que este tema no ha estado claro para quienes han ejercido, y ejercen, el poder político. Hay grave confusión, tontería o mala fe en la comprensión de las tareas que la gente entrega a legisladores, presidentes, alcaldes y demás personajes que protagonizan el interminable espectáculo en que se ha convertido la vida pública.

No se les designa para que usen el protagonismo propio de su cargo en promover campañas, afianzar carreras electorales, hacerle al juego a sus jefes o vengarse de los adversarios. No se les elige para que se transformen en “famosos” ni exhiban su prepotencia en cada oportunidad que se presente. Están en el cargo para trabajar en beneficio del país. Para eso están.

Este malentendido respecto de lo que la función pública implica, viene de lejos. Quizá esa sea la razón que explique por qué la historia de esta república fallida está llena de personajes inútiles, de caudillos sin talla, de perpetuos aspirantes a monumentos.

Las buenas noticias

Tal vez esa sea la explicación de que, entre tantos partidos y movimientos sociales –son cientos–, tanto griterío y tanto discurso, tengamos resultados tan magros en la gestión de los intereses de la comunidad. Y que, entre elecciones y consultas, se perfilen quiebras tan monumentales como las del Estado ausente.

Ese malentendido explica también la conducta de las élites, la pobre labor de los dirigentes de la sociedad civil, la mezquindad, la ceguera, la queja perpetua.

Lo que legitima el poder, lo que sustenta las funciones del Estado es el servicio. Sin servicio no hay legitimidad.

Un sistema que no sea capaz de enfrentar la violencia, garantizar la educación, crear las condiciones para generar empleo, impartir justicia y crear las mínimas condiciones para que cada ser humano trabaje y prospere, será todo, pero no será democracia auténtica. Será esta ficción que vivimos y soportamos. Esta mediocridad que nos abruma. (O)