Si algo caracteriza a este tiempo es la sustancial modificación de ideas, creencias y puntos de vista, que caracterizaban a la sociedad y organizaban la vida de la gente. Esos referentes no estaban necesariamente en las leyes, ni eran temas del Estado. Eran pautas que practicaba cada persona, que vivía cada familia.

Se trataba de la lealtad y de la confianza mínima en el vecino, el profesor, la autoridad, el comerciante.

No vivíamos mirando el retrovisor ni alentando sistemáticamente sospechas, porque aún no nos dominaba el miedo. Se trataba de que cada cual tenía sus creencias, saludaba incluso con un gesto, respetaba a los demás, fiaba al cliente, con las excepciones de rigor. La gente tenía más certezas que dudas. Y se trataba de que “los vivos” no abundaran tanto, y de que aún se apreciaban el prestigio y la integridad. Los jueces tenían “majestad”, los políticos merecían desconfianza, pero no repudio manifiesto. Sus discursos cansaban, cierto es, pero no ahogaban las esperanzas, porque aún había esperanzas. No había proliferado el escepticismo. Las dudas y las descalificaciones no saturaban los medios ni las incipientes redes sociales.

Héroe o villano...

El Estado no era tan inútil; la corrupción era una sospecha y una excepción que debía confirmarse caso por caso. No era, como ocurre en estos tiempos, una certeza terrible, una desvergüenza sistemática.

El cinismo era atributo de algunos osados, y no era parte del aire viciado que se respira, porque, mal o bien, la ética mantenía sus reparos y se la enseñaba en la casa y en la escuela; en la universidad se discutía en torno a los graves asuntos de la “deontología profesional”, tema que ahora casi nadie sabe lo que significa, por eso hay tanta contaminación, tanto argumento para justificar la picardía. Tanto delito, tanto crimen y tanta complicidad.

El disparate era también excepcional. Ahora es la regla. Las excepciones son la prudencia, la sensatez, los escrúpulos. La calidad humana anda por allí escondida, la verdad se soslaya, y está de moda la “posverdad”, o sea, la mentira.

Claro que había paz con Correa

Educación para la guerra

Todos aquellos, eran, mal o bien, los referentes de un país. Pero mucho cambió, y por cierto, entraron en crisis las instituciones. ¿Qué instituciones puede haber sin el sustento de la ética, la lógica, el sentido del deber y la responsabilidad? ¿Puede la ley operar sola, sin que esté metida en el alma de cada persona, sin que la honren? ¿Es posible la política entendida sin el sentido de servicio, sin la grandeza que obliga a renunciar a los proyectos de partidos y grupos, si así lo impone el destino del país o el interés de la gente?

Ahora, en medio de este torbellino de confusión, escepticismo y temor, es el momento de que esas y otras interrogantes se despejen, y de que se den respuestas inequívocas, porque la circunstancia que vivimos nos ha puesto frente al espejo y nos ha planteado un reto enorme. Las respuestas no le atañen solo al Estado. Le corresponden, por cierto, a la sociedad civil y a cada ciudadano. (O)