Presidente, su triunfo es el testimonio de que la democracia es posible en las peores circunstancias; de que el voto de los jóvenes puede refrescar el aire viciado del electoralismo y que la mayoría de la gente cree que es posible, pese a todo, apostar a un liderazgo renovado. Su triunfo es el de un país esperanzado, pero es evidencia, además, de que la nuestra es una sociedad dividida, en que conviven las ilusiones con los rencores y los odios con las escasas generosidades.

Su triunfo debería anular toda pretensión de vanagloria, porque ese triunfo, apretado, trabajoso y limpio, nace en un país angustiado por la violencia y el crimen, por los rencores, y por la política entendida como pacto perverso. Y nace, al mismo tiempo, de las esperanzas de la gente que cree que es posible reconstruir la paz y restituir las certezas necesarias para trabajar, educar a los hijos, cultivar la decencia y confiar en la autoridad.

Su triunfo le pertenece al Ecuador, a esta República deformada, a este país tan bello y querido, donde era posible abrazarse sin miedo, creer sin sospechas y militar por sus signos, sin vergüenza y con orgullo.

¿Será posible ese país? Semejante desafío está en sus manos, está en manos de los políticos y los asambleístas, de sus partidarios y sus opositores. Está en nuestras manos también, pero depende, en todo caso, de que el ejercicio del poder, de todos los poderes, sea testimonio de transparencia, de compromiso y lealtad de los mandatarios con los electores. Será posible si la solidaridad tiene cabida en la breve y compleja gestión que les atañe a todos quienes ejercen el poder, y si los egoísmos se sujetan al interés superior de la comunidad, y si la ley deja de ser engaño para ingenuos. Todo eso será posible si marca su mandato con un mensaje de firmeza, rectitud incuestionable y compromisos constantes con la gente que votó por usted.

(...) que le den espacio a un país dolorido, y que así crezcan las posibilidades de volver a vernos como conciudadanos, vecinos...

Pero están también los otros, los que no comparten las esperanzas que genera su triunfo, están los indiferentes, los decepcionados, los suspicaces. Los que se creen “enemigos”. Ellos son parte de este país. De su caballerosidad y de su inteligencia, presidente, depende que entiendan la dimensión del desafío y de su grave responsabilidad. Y de ellos, de los adversarios, depende que le den espacio a un país dolorido, y que así crezcan las posibilidades de volver a vernos como conciudadanos, vecinos y paisanos.

Están en su agenda los dramas de la economía, las inversiones, el trabajo, la educación. Demasiadas cosas ciertamente. Pero, antes, están esos factores distantes de los números y los balances: la confianza perdida, las instituciones arruinadas, las mínimas certezas para vivir sin la angustia que corroe en estos tiempos a tanta gente. Están la madre, el viejo, los jóvenes, los trabajadores, los empresarios. Están “los que se van” porque acá no encuentran porvenir, aquellos que, con admirable determinación, emprenden el camino y afrontan la aventura de hacer la vida en otra tierra.

Enormes responsabilidades, señor presidente. Enormes esperanzas de mucha gente. (O)