Más allá de los fundamentos políticos y jurídicos del poder, me queda siempre la pregunta clave, ¿por qué el poder atrae tanto? Es, decía alguien, la más violenta pasión humana, y es, además, la que explica la existencia del Estado; es el argumento de innumerables represiones, la esperanza de todos los políticos y la ilusión de muchos ingenuos. Es la razón de las servidumbres y de algunos dogmas.

El poder está detrás de la ley. Es la sombra de innumerables discursos. Es el adversario de las libertades y el argumento que decantan las teorías que pretenden explicar, y legitimar, aquello de que debemos ceder incondicionalmente espacios, propiedades y libertad para que un grupo de individuos obligue, induzca y sancione. Y para que disfrute de su infinita vanidad. ¿Y para que nos asegure el porvenir?

Se sacrifican vidas, destinos e ilusiones con el fin de dominar sobre los demás, de hacer que la vida de millones de sujetos esté determinada no por la voluntad y libertad de cada cual, sino por los dictados y las reglas. La historia, en buena medida, es la crónica del poder y de la resistencia; es la narración de cómo se sanciona la desobediencia, de cómo se justifica el sometimiento y de cómo se construyen toda clase de teorías para explicar lo evidente: unos pocos mandan y el resto obra sin réplica y según la decisión ajena.

El mayor empeño de los teóricos ha sido encontrarle justificación al hecho de mandar y darle razones a la gente para que no se salga del esquema ni abdique de la costumbre de obedecer. La historia de las doctrinas políticas es el relato de las razones más inverosímiles que se han inventado para justificar el sometimiento.

El poder está detrás de la ley. Es la sombra de innumerables discursos. Es el adversario de las libertades...

El poder es la pasión mayor y es la pasión de casi todos, porque si bien los políticos son quienes con mayor evidencia y frecuencia la practican, no es menos cierto que empresarios, intelectuales, iglesias, activistas y otros personajes lo buscan y ambicionan, unos sin disimulo y otros encubiertos bajo toda suerte de justificaciones. Es una fascinación que, cuando se la mira a la distancia y con el rigor y la objetividad que impone la verdad, entendemos que es el motor del mundo, la razón de ser de los imperios, y al mismo tiempo el mayor peligro para los seres comunes que solo tienen como refugio el alero precario de la Ley, la noción algo difusa de libertad y la idea de la dignidad como patrimonio personalísimo e irrevocable.

Las doctrinas totalitarias son las que mejor encarnan y glorifican el concepto y la función del poder. Ellas sugieren que los individuos habrían cedido al Estado todos sus derechos y que el gobierno sería quien, generosamente, nos devuelve algunos. El liberalismo, en cambio, sostiene que el titular irrevocable de los derechos es el hombre; que el Estado limitado se constituyó para servirlo y protegerlo, para preservar sus derechos y para dotarles de contenido material a las libertades.

Más allá de todos los razonamientos, el poder atrae tanto porque, además, es fuente de enriquecimiento, a menos que el poderoso practique una ética incuestionable. Y eso ya es otro tema. (O)