Algunas ciudades tienen el don de expresar apropiadamente la cultura; se saturan del modo de ser de su gente, se contagian de sus historias y se convierten en sitios para vivir. Algunas ciudades, con solo pronunciar su nombre, evocan memorias, recuerdos y hasta nostalgia de no haberlas conocido, es decir, suscitan la imaginación, activan aquello de echar de menos el viaje que nunca se hizo.

La capacidad de evocación fue, y aún es, la virtud de muchas ciudades. Cuenca es una de ellas, porque ha preservado el aire de siempre, porque tiene cultura, personalidad y un sentido de la belleza que rebasa lo arquitectónico y contagia el ánimo de cualquier ser inteligente que la visite.

Pero hay otras ciudades, como Quito, que tuvieron esa potente capacidad espiritual y la han perdido.

El tráfago político, la modernidad mal entendida y la creciente ausencia de memoria han contribuido a que Quito se haya transformado en un espacio impersonal, en una suerte de recuerdo que cultivan pocos y raros ciudadanos. Quito, además, está marcada por la rabia tardía y la frustración de algunos que sienten haber dejado la capital librada a la suerte de constructores de mal gusto, urbanistas sin criterio y autoridades ocupadas en afianzar sus carreras electorales y en librar guerras minúsculas, en lugar de darle tono, dimensión y trascendencia a ese espacio histórico, que nació cuando conquistadores, frailes, terratenientes y caciques implantaron la traza urbana, castellana y andaluza, sobre el viejo asentamiento indígena. Es decir, cuando todos ellos decidieron inaugurar el mestizaje.

Es dramático y doloroso que una ciudad con un centro histórico monumental, con tradiciones que arraigaron tanto, con iglesias y conventos ciertamente portentosos, se haya convertido en una ciudad impersonal, donde prevalecen el anonimato y la indiferencia, y cuya memoria empieza a quedarse en las fotografías, en los libros y en la nostalgia de algunos quiteños, y otros tantos provincianos, que aún valoramos lo viejo y lo histórico.

Es penoso que Quito solo convoque a la política; que se haya estropeado tanto la Plaza Grande hasta reducirla a un espacio para los ocasionales tumultos que provoca cualquier aprendiz de caudillo. Es lamentable que la nobleza de sus piedras se pierda y se empañe entre los grafitis, la basura y el comercio informal.

En el norte de Quito, con raras excepciones, prevalecen el esnobismo y el mal gusto. Se salva lo que aún se puede ver del paisaje, entre torres presuntuosas y rascacielos torcidos.

Lo más grave, y lamentable, es que se evapore la personalidad de la ciudad, que ciudadanía se haya convertido en enunciado vacío y en consumismo insaciable. Y que vivamos afanados en no verle a Quito, entrampados como estamos entre el tráfico y el tumulto de cada día, sumergidos en el lugar común político, achicados por los horizontes cortos y mediatizados por los intereses.

No soy quiteño. Me atrevo, sin embargo, a criticar a la ciudad que me acogió, porque ya no la reconozco. (O)