“El fútbol, como la vida y las personas, tiene que adaptarse a los tiempos que vivimos. El 40 % de los jóvenes entre 16 y 20 años ya no tiene interés por este deporte”. El diagnóstico, sombrío por cierto, lo vertió Florentino Pérez el 18 de abril pasado al momento de lanzar la Superliga Europea, una beba que nació muerta, pues apenas 48 horas ya la habían enterrado la UEFA, los medios, los hinchas y hasta los mismos clubes ingleses que figuraban como fundadores. Pero no funcionó, básicamente, porque era un esperpento jurídico: seguían afiliados a la UEFA, pero hacían un torneo aparte de esta. Como si Mbappé dijera “sigo perteneciendo al PSG, pero desde ahora voy a jugar un campeonato para el Chelsea y otro para el Bayern Munich”.

A modo de justificación para sostener la idea, Florentino Pérez y Andrea Agnelli, capitanes de esa malograda embarcación, informaron sobre un estudio encargado a una consultora de prestigio mundial que arrojó aquella y otras conclusiones: que los muchachitos, quienes debieran ser los nuevos consumidores del espectáculo, no gustan precisamente del espectáculo: los aburre y no soportan estar dos horas frente al televisor. Y que ello pone en peligro de esta industria que mueve cientos de miles de millones de dólares anuales. “Por ello, hay que mejorarlo o acortarlo”, sentenció Florentino. Agnelli aportó más elementos: “El fútbol está experimentando una enorme crisis que afecta a las nuevas generaciones. Solo el 40 % de los jóvenes entre 15 y 24 años están interesados en el fútbol”.

En verdad, las explicaciones de los presidentes del Real Madrid y la Juventus sonaron a excusa pueril para blanquear la Superliga, un torneo elitista y completamente insolidario, un círculo de ultramillonarios que se reunían para ser un poco más ricos y “salvar al fútbol de su ruina”. Y los tumbaron. Bien. Pero el estudio aludido no miente: hoy los jóvenes ven más excitantes otras actividades, están con los influencers, los youtubers, el celular, las redes sociales, la música, etcéteras varios, el fútbol viene quinto y pegando. Y en cualquier momento lo pasan otros competidores. Debe agregarse, además, que en los años 60, 70, 80, el fútbol reinaba a placer, estaba solo o casi, hoy existen decenas de entretenimientos que rivalizan con él.

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Si los jóvenes pierden la fidelidad, el futuro del fútbol tambalea. El cimiento de su liderazgo es, ante todo, la pasión del público. Por eso un Boca-River era un acontecimiento nacional en 1930, en el 50, en el 70, con mejores o peores actores. Si se esfuma ese amor incondicional, cuidado… Y la pandemia ha hecho estragos considerables al jugarse con tribunas vacías.

El informe aquel agregaba que los chicos de todo el planeta tienen ahora dos clubes: uno en su país y otro a escala internacional, que son los grandes equipos europeos. Cierto. Y que son más hinchas de las figuras individuales que de los equipos. Eso explica por qué Messi tiene 240 millones de seguidores en Instagram y el FC Barcelona apenas 99. En breve estará triplicándolo. Por eso, si se le va el 10 se le caen varios contratos de patrocinio, supeditados a su permanencia allí. Y no asoma otra figura de esa categoría. Ni de esa ni de otras más bajas: no asoman. Los casos de Haaland, Luis Díaz, Federico Chiesa, son alentadoras excepciones.

Ahora bien: a Pérez y Agnelli no se les ocurrió que sus equipos mejoren la calidad del juego para atraer a los chicos sino hacer un club privado de doce potentados que jueguen entre sí, promoviendo interés con el nombre, con nuevas estructuras, no a través de la pelota. Pero lo que debe mejorar es el juego. No hace un mes terminaron una Eurocopa y una Copa América que no figurarán entre nuestros recuerdos más entrañables. Pasaron de largo. El fútbol ha avanzado en decenas de aspectos, todo ha evolucionado respecto al pasado, hay mayor eficiencia, dinámica y táctica, pero salió de casa sin peinarse, arreglarse y lucir guapo. Se olvidó de ser lindo, de gustar y atraer. Cuidado, porque hay menos devotos de esta fe.

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Además de la sobreoferta de fútbol que hay los 365 días y a cualquier hora, los partidos -no todos- están careciendo de interés. Por lo general son cerrados, con pocos goles, muy estudiados… Antes uno se sentaba frente al televisor y no se levantaba ni para ir al baño, cosa de no perderse una sola incidencia; ahora va, se hace un café o unos mates, vuelve, atiende el teléfono, postea un tuit y puede que hasta saque la basura mientras se disputa el primer tiempo. Cuando juega la selección sí estamos muy pendientes, la nacionalidad sigue ejerciendo un fuerte compromiso de lealtad y pertenencia, pero si el choque es entre dos representativos foráneos apenas si se pregunta el resultado. “¿Cómo salieron Paraguay y Uruguay…?”. A lo sumo se repregunta: “¿Quién hizo el gol…?”.

Durante años comenté a mis hijos las maravillas del fútbol del pasado. Impregné en ellos mi admiración por jugadores y equipos pretéritos. Que todo era buenísimo, hermoso, épico. Un impensado día se derrumbó el castillo: vimos una película en color, en filmación de cine, de un clásico entre Boca y San Lorenzo de 1971. Qué extraordinario, dije, así van a poder ver a aquellos fenómenos. Fue una decepción tremenda. Era un juego lento, más bien tosco, los de Boca le pasaban la pelota a los de San Lorenzo y los de San Lorenzo a los de Boca. No era el recuerdo que yo tenía (la memoria es traicionera). Mis hijos se miraban entre ellos sorprendidos; el mayor me hizo una pregunta que no olvido: “Papi, ¿qué es esto…?”

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Tenían razón, había sobrevalorado el ayer. No volví a cometer ese error, aprendí a valorar el presente. Ahora lo percibo diferente: sin adorar el pasado, está claro que hay una crisis de espectáculo. El fútbol no está generando expectativa. Arsene Wenger dice algo cierto: hay que hacer más atractivo el juego. Y volver a apasionar. (O)