“Uruguay es tan chico que para tirar un córner te tenés que ir a otro país”, decía Marcos Lubelski, empresario futbolístico rosarino residente en Montevideo, quien sentía verdadero cariño por la patria de Artigas. Esa miniatura demográfica, que, toda entera, cabe seis veces en San Pablo, cinco en Buenos Aires y tres en Bogotá, es gigantesca comparada con Qatar. La sede del Mundial es quince veces más pequeña que el territorio uruguayo. En rigor, 15,2 veces cabe Catar en Uruguay. Ese breve emirato de la península arábiga lo logró: se consiguió el Mundial. En diciembre de 2010 se anunció el triunfo de su candidatura, y en todos estos años bramaron y amenazaron con sacárselo Inglaterra y Estados Unidos, desairados en su pretensiones organizadoras, pero la decisión se mantuvo y ya no hay vuelta atrás. Será el primer Mundial en el mundo árabe. A lo árabe, con toda la fastuosidad de que es capaz la altivez y el orgullo de jeques y emires.

Qatar recibirá un golpe de popularidad arrasador. Empezó a recibirlo con el sorteo del viernes. Los ojos del planeta entero se posaron sobre Doha, la “rascaciélica” capital que escenificará la mayoría de los 64 partidos. Le costó unos pesos (se habla de 500.000 millones de dólares), pero, gracias al fútbol, Qatar será el centro del universo durante meses. Nadie volverá a decir “¿dónde queda eso…?”.

Sin siquiera mover la pelota, FIFA ha convertido el sorteo de la Copa Mundial en un megaevento universal que paraliza a media humanidad. Todos quieren saber a quiénes enfrentará su selección, cuál es el grupo de la muerte, quién deberá toparse con Alemania (que no es una piedra en el zapato; es un clavo de punta), si se cruzan Irán y Estados Unidos (¡sí…!), y así. El sorteo es ahora un fenómeno comercial; hay que comprar los derechos para televisarlo. No es fácil para el periodismo acreditarse, concurren los máximos dirigentes, todos los entrenadores, exglorias y personalidades de todo tipo. Es una gala galáctica. El sorteo del Mundial semeja a diez entregas de los Óscar, todas juntas, y cuando sacan la bolilla de Brasil equivale a cien cachetadas de Will Smith. El fútbol está varios escalones arriba de todo. Es el entretenimiento convertido en industria, pero con el agregado de la pasión, la tradición, la fidelidad.

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Antiguamente, los sorteos eran caseritos; se circunscribían a un acto administrativo. Se alquilaba un salón en un buen hotel, iba un número moderado de delegados y se extraían los papelitos de unos copones de vidrio. Y cuando cantaban el nombre de un equipo, algún funcionario colocaba un cartelito de cartón en el casillero correspondiente. No llevaba más que unos veinte minutos en total. Y nos enterábamos de la conformación de los grupos más tarde, a través de un cable de Associated Press o DPA. Si uno andaba cerca del hotel, se metía y miraba la ceremonia. Era todo simple, sin pompa. No había estrellas ni shows ni canciones oficiales ni celebridades invitadas. En 1966 apareció la mascota, el leoncito inglés, Willy, muy simpático. Y los cabezas de serie se elegían a dedo; se hacía una ponderación de la potencialidad de los participantes y se los ubicaba en consecuencia. Para ilustrar: el sorteo del Mundial de Francia en 1938, con una docena de dirigentes y cronistas, todos mezclados detrás de un enorme escritorio. Se pusieron dieciséis papelitos con los nombres de los equipos en un viejo trofeo de cristal. Jules Rimet, el célebre presidente de la FIFA, lideró el acto; subió a su nieto Yves, de seis años, a la mesa y el niño los fue extrayendo uno a uno. Una sencillez que no dejaba de ser bonita.

Los periodistas, que rara vez pegan una, siempre se opusieron a todos los cambios que el fútbol experimentó. Cuando aparecieron las tarjetas (“una tontería”), cuando se pasó de 16 a 24 equipos y luego a 32 (“¡qué vergüenza!”), al jugarse el Mundial en dos países, Corea y Japón (“¡qué locura…!”), cuando se pasó la eliminatoria al sistema de todos contra todos (“otra burrada…!”), al llegar el VAR (“¡es la muerte del fútbol…!”), y así en docenas de modificaciones. Todas resultaron magníficas, aunque nadie se rectificó. Lo más ridiculizado de todo fue el ranking mundial, creado en 1993. “¿Bélgica primero…? ¡Qué estupidez!, ¿quién hace ese ranking…?”. Pero funcionó y es perfecto. Una máquina lo hace: se da un valor equis a cada triunfo según los rivales, los goles y las posiciones, se carga en una computadora y sale al instante, como en el tenis. Y ahora los bombos del sorteo se ocupan estrictamente con base en la ubicación en ese escalafón, por mérito, no a piacere de los directivos. Es más transparente. Antes se arreglaban entre bambalinas los cabezas de serie; ahora hay una norma: el anfitrión y los siete primeros del ranking.

Eso determinó que Alemania vaya al bombo 2 (está 12.° en el ranking) y cayera en el grupo de España (partidazo). Pero el bolillero se portó bien y la integración de las ocho zonas es equilibrada, no hay un grupo de la muerte, nadie se quejó ni hubo sospechas de bolas calientes y frías. Argentina tiene una primera fase asequible (Polonia, México, Arabia Saudita). Después, si pasa o no, son cinco centavos aparte. Si Escocia derrota primero a Ucrania y luego a Gales en el repechaje faltante de Europa, se encontraría por primera vez cara a cara con Inglaterra en un Mundial, un choque absolutamente imperdible, por la fuerte rivalidad de los “viejos enemigos” (una especie de Argentina-Uruguay) y porque Escocia-Inglaterra es el primer partido internacional oficial de la historia de este juego: empataron 0 a 0 en Glasgow, el 30 noviembre de 1872.

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Es posible ilusionarse con recuperar el título para Sudamérica. Tanto Brasil como Argentina han levantado mucho, son buenos equipos, tienen variedad de figuras, excelentes entrenadores y hambre de gloria. La incerteza es cómo les irá contra los europeos; hace tiempo no tienen confrontaciones para medirse. Pero la totalidad de los seleccionados de ambos países actúa en el Viejo Mundo; lo conocen. El peligro es que un Mundial no perdona ni un resbalón; te vuelves a casa. Los candidatos al título, si el Mundial fuera hoy, serían Francia, España y Brasil, con Argentina unos pasitos detrás. Alemania está en una crisis de figuras, sin embargo, nunca es descartable por su histórica confiabilidad. Siempre crece en los mundiales. El futbolista alemán juega siete puntos en su club y ocho o nueve en su selección. Toda la vida fue así.

El 21 de noviembre comenzará a rodar la número cinco. Lo más probable es que su caprichoso tintineo mande al canasto todas estas sesudas previsiones. (D)