Hace ya 22 años, en la Copa América de Paraguay 1999 presenciamos algo que, periodísticamente, nos pareció ciencia ficción. Durante un partido nocturno y bajo la lluvia, guarecido apenas por una sombrilla, un fotógrafo japonés, sobre el césped detrás de uno de los arcos del Defensores del Chaco había captado la foto de un gol y la estaba enviando en ese mismo momento a la redacción de su diario, en Tokio. Mediante un cable conectado desde la cámara a su computadora, en la cual tenía conexión wi-fi, la mandaba al instante. Aquello fue un aperitivo de lo que vendría: una avalancha de novedades tecnológicas que transformaron definitivamente las formas de hacer periodismo.

Este cronista empezó en otro tiempo, cuando era un periodismo artesanal. Nadie había siquiera soñado con el fax, la Internet, el correo electrónico, el teléfono móvil, la tableta, el WhatsApp, las fotos, el video y el audio desde el celular. El diario era el rey de la noticia, su verdad sacrosanta. Si uno deseaba estar seguro de la cotización del dólar o cómo era la nueva norma de jubilaciones y pensiones no encendía la televisión ni la radio, compraba el diario. Tenía la fuerza de la palabra escrita. Era ley.

Se cerraba muchísimo más tarde que ahora con medios técnicos mucho más elementales, pero el diario salía al día siguiente, muy temprano, con las noticias que se producían incluso hasta la medianoche. Los partidos de Libertadores o del torneo local terminaban tardísimo, pero aún así alcanzábamos a dar una o dos páginas del mismo, con varias fotos, un análisis bastante sesudo del juego, la ficha técnica del partido y hasta un recuadro con voces de vestuario. Se podía. Hoy, que la modernidad superó mil veces aquel tiempo, se cierra seis o siete horas antes.

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No había muchas escuelas de periodismo, y menos universidades, era todo empírico. Uno tenía la pasión, la sagacidad, la perspicacia que debe habitar el pecho y la mente de un hombre de prensa. Con eso se acercaba a un medio y pedía trabajo. Allí entraba en la sección que mejor dominaba -deportes, espectáculos, economía, política, policiales- y un jefe, algún viejo maestro, lo iba moldeando con instrucciones breves, básicas. Lo mandaban a la calle a buscar la noticia.

Una de mis primeras misiones en Crónica -yo era un muchachito con conocimientos elementales- fue cubrir una asamblea en Boca Juniors. Se preveía una caliente velada con denuncias y acusaciones entre oficialismo y oposición. No sabía nada del tema. “¿Qué hago…?”, pregunté. “Usted vaya, escuche, tome nota de todo, luego viene y lo escribe”, fue la sencilla orientación del maestro. Lo hice. Apunté los diálogos más picantes y agresivos, lo que se había aprobado o desaprobado, la cantidad de votos a favor y en contra (fundamental) y, aunque me costó ordenar y procesar la información, lo logré: hice las treinta líneas que me ordenaban y que pensé que nunca llenaría. Intenté dar la noticia, rodearla con detalles y pintar el clima de la crepitante reunión política partidaria. Fue mi primera lección en la fragua de esa fabulosa aula magna que es la redacción de un diario, rodeado de talentos, gente que sabía de todo, escribas que levantaban un teléfono y hablaban con un ministro. ¡Y lo tuteaban! ¡Y lo contradecían…! Uno de los muchachos de espectáculos hablaba con Tita Merello con una confianza que me sorprendía. Tita era una figura nacional, capaz de retar al Presidente de la Nación. Así todos. El editor de Deportes, vía teléfono, le decía a Renato Cesarini: “Dale, Renato, te esperamos mañana en la redacción”. Renato Cesarini era una gloria, la Biblia del Fútbol, así se le decía en la Argentina y en Italia, un técnico célebre. Y al día siguiente llegaba puntual. Pensaba: “¿Qué hago yo acá, entre esta gente…?”. Pero fui aprendiendo con esos maestros fenomenales que en cuatro palabras dictaban una clase. En algunos ámbitos se ponía una botella de caña sobre la mesa, un trago ayuda a la inspiración.

Mi herramienta era una máquina de escribir Olivetti de esas verde olivo que inundaron las redacciones del mundo. Hoy son objeto de museo. Pero el diario impreso es el registro de la vida de un país. Sobre todo cuando se trata de medios centenarios. La portada que el domingo 25 le dedicó EL UNIVERSO a Richard Carapaz es un documento histórico que ni Twitter ni Facebook ni ningún dispositivo electrónico o digital puede igualar. Decenas de miles de ecuatorianos compraron el periódico y, seguro, lo guardaron como un recuerdo para siempre. Muchos lo enmarcarán. Es el instante en que el fantástico ciclista regó de gloria al país. Dentro de un siglo, es muy probable que no existan las redes sociales actuales, pero en el archivo general de la Nación estará la portada de EL UNIVERSO, y de otros medios colegas, como testimonio de esa hazaña. Esa tapa de EL UNIVERSO, además, es especial por el acierto periodístico y artístico de no haberla profanado con ningún otro titular, sobre todo de corrupción o política (suelen ser sinónimos). Es limpia, preciosa y perfecta. Incluso el título grande “Richard de Oro”, es un gol (con perdón del ciclismo). Y debajo: “Desde su natal Carchi, el Ecuador entero celebra el triunfo de Richard Carapaz en los Juegos Olímpicos de Tokio, donde el ciclista consiguió la segunda medalla de oro en la historia del deporte ecuatoriano”. Esa portada atravesará los siglos de la mano de la hazaña del deportista.

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Entre aquel comienzo personal titubeante aunque apasionado y éste presente de periodismo tecno han corrido mares. Hoy impera la instantaneidad de la noticia, pero los preceptos históricos del periodismo no han variado ni variarán: ser veraces, éticos, ecuánimes, no hacer concesiones ni perder el rigor, no ceder ante el amiguismo, y observar siempre las cuatro premisas fundamentales de esta profesión: informar, opinar, orientar y entretener. (O)