Londres 1908. Estaba a punto de culminar la prueba reina del atletismo y de los Juegos Olímpicos: la maratón. El desaparecido estadio White City lucía atestado por 75.000 almas expectantes. Los parlantes informaban que ya se acercaban los primeros corredores. El público esperaba ver a un fornido atleta a paso triunfal encabezando el pelotón, sin embargo, en medio de la zozobra de policías y oficiales de la prueba, apareció por la boca principal del recinto un hombrecito esmirriado de un metro y 59 centímetros, demacrado, con unos resaltantes mostachos negros. La inesperada y diminuta figura lucía al borde del colapso, se tambaleaba de modo dramático y, en su extenuación física y mental, equivocó el sentido de la pista, tomó para la izquierda. Los controladores, viendo su confusión y sus ojos desorbitados, intentaron indicarle que era para el otro lado; el montoncito de huesos se desplomó. Las piernas temblorosas ya no respondían a su mente.

Conmocionado, el estadio entero se puso de pie. Agentes y encargados lo rodearon y ayudaron a pararse. Dio media vuelta y prosiguió su insólita marcha. Daba unos pasos y volvía a caer. Cuatro veces más dio de bruces contra el piso tras haber corrido 42 kilómetros entre el castillo de Windsor y el coliseo. La angustia sobrecogió a los presentes. Apenas lo separaban unos metros de la línea de meta y nadie lo perseguía, pero se veía desfalleciente, casi a punto de morir de fatiga, ya sobrepasado el límite del esfuerzo humano. Solo parecía impulsarlo el anhelo de las tribunas. Altos y corpulentos deportistas al borde de la pista lo alentaban para que llegara; cada metro era una ovación. En noble actitud, parte del público lo aplaudía, otros miraban aterrados y los guardianes del orden y fiscalizadores lo auxiliaron hasta que pudo cruzar el cordón de sentencia. Cortó la cinta, hizo un par de metros y cayó como fulminado, siendo retirado en camilla. La muchedumbre aclamó su esfuerzo, más que una gesta deportiva, casi un acto de heroísmo. Luego sabrían su nombre: Dorando Pietri, un italianito de 22 años cuya colosal voluntad era mayor a sus fuerzas. Su escuálida figura venía siendo vitoreada por decenas de miles que bordeaban su paso por las calles londinenses. El número 19 se veía demasiado grande en su pecho. ¡Pero iba primero…! Justo en esa ocasión la prueba fue alargada hasta los 42 kilómetros y 195 metros, como hasta hoy.

“Y al final apareció, ¡pero cuán distinto al exultante vencedor que todos esperábamos!”, escribió el británico Arthur Conan Doyle, creador de Sherlock Holmes, al ver a Pietri ingresando al escenario. El célebre escritor estaba allí, en el recién inaugurado White City, para cubrir la final de la carrera para el diario Daily Mail. “No creo que ningún hombre de entre la multitud deseara que la victoria se le escapase a aquel valiente italiano”, comentó en su crónica.

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La emoción general dio paso a una noticia desconcertante y amarga: Pietri no recibiría la medalla de oro, había sido descalificado por el reclamo del norteamericano John Hayes, que llegó segundo y denunció que Pietri había sido asistido por parte de los fiscales y vigilantes. Hayes llegó después, no había presenciado la ayuda, pero sí los miembros de su delegación. En efecto, el italiano quedó marginado del podio pese a su descomunal sacrificio. No obstante, ese día había nacido un héroe y tenido lugar una leyenda, la de Dorando Pietri. Unos días después, en el mismo estadio y a modo de compensación, la reina Alejandra de Gran Bretaña, que había presenciado la proeza y estaba enfurecida con la inflexibilidad de los jueces, obsequió a Dorando una hermosa copa totalmente de oro y de gran tamaño.

Pietri se convirtió en una celebridad internacional y al año siguiente fue invitado a participar profesionalmente de muchas carreras en diversas ciudades de Estados Unidos, venciendo casi todas las veces a Hayes. Se montó una pista en el Madison Square Garden para un mano a mano con el estadounidense, el duelo tuvo altísima repercusión y congregó un gentío. Había protagonizado otras hazañas, como la del día en que, con 18 años, se enteró de que había una competencia pedestre en su pueblo, Carpi, y que tomaría parte Pericle Pagliani, el mejor fondista italiano de la época. Pietri, que estaba con ropa de trabajo (era confitero), se anotó y le ganó al campeón nacional. Allí empezó a cobrar fama.

Pese a su juventud, al convertirse en deportista rentado, no volvería a competir en los Juegos. En el marco del jubileo del centenario argentino, en mayo de 1910, se organizó una maratón y fue invitado a disputarla. Buenos Aires lo vio correr por última vez y, curiosamente, cronometró su mejor marca personal: 2 horas, 38 minutos y 2 segundos.

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Dorando Pietri es la más cabal demostración de que ganar no es lo único. Su epopeya y la severidad de su descalificación fueron llevadas al cine, se escribieron cientos de artículos durante más de un siglo, la célebre foto de su llegada ilustra una estampilla, hay pistas de carrera con su nombre y una inmensa estatua lo recuerda en la ciudad de Carpi. Hizo mucho por el orgullo italiano. No pudo ganar una medalla olímpica, aunque pocos promocionaron tanto al olimpismo como el modesto maratonista. Su foto cruzando la meta tambaleante, la mente perdida y los jueces instándolo a cortar la cinta es un ícono del deporte. Hayes ganó el oro, Pietri la idolatría. Era una época romántica de los Juegos, tiempos puros, sin política, sin corrupción ni mercantilismo, sin dopajes ni recompensas económicas, los atletas no eran máquinas, apenas jóvenes fuertes y ágiles con destreza natural para determinadas disciplinas.

El viernes comenzará la 32.ª edición de las Olimpíadas en Tokio. Como cada vez que llega, reaparece la figura de aquel mínimo gigante italiano que enamoró a Inglaterra con su endeblez aparente y su fortaleza real. (O)