La victoria de Richard Carapaz en ciclismo de ruta en los Juegos Olímpicos y sus explosivas declaraciones posteriores, sobre el nulo apoyo de entidades gubernamentales y los organismos de dirección del deporte, provocaron un sismo cuyas réplicas no cesan. A esto se han agregado opiniones de algunos dirigentes y deportistas que integran la delegación nacional, algunas de ellas con gran impacto. Hasta hoy el tiro al blanco dialéctico se ha practicado contra el Comité Olímpico Ecuatoriano y los dirigentes de varias federaciones ecuatorianas. El ministro del Deporte también ha disparado anunciando que, terminados los Juegos, habrá fiscalización acerca de los dineros entregados para la preparación de nuestros atletas y de la integración de la delegación de 101 personas, 48 de ellas, deportistas.

Tras las pugnas desatadas en los medios de comunicación y en las redes sociales, hay algo que está claro y que puedo decirlo con franqueza. Lo que flota en el ambiente es el proceso electoral del COE en diciembre próximo. Los actuales directivos piensan ya en la continuidad con un candidato de sus filas, y por otro lado saltan aspirantes, uno de ellos con un paso deplorable en el deporte, cuya gestión debe ser fiscalizada con entereza, si es que el ministro del Deporte quiere igualar sus palabras retumbantes con la acción, algo que no suele ser frecuente entre burócratas. De las filas de ese aspirante se maquinan todas las embestidas.

El COE ha salido a defenderse, pero le ha sobrado tibieza. No sirven a estas alturas los lugares comunes (“la ropa sucia debe lavarse en casa”) ni el sarcasmo inentendible (“¿acaso estamos nosotros en Australia o Nueva Zelanda? Estamos en Ecuador”). Valen solo los argumentos inteligentes para limpiar una imagen deteriorada por las pugnas en un COE que tiene un pecado original: sus dirigentes son el resultado de la intervención política de la Revolución Ciudadana, que dictó una ley a su medida y encontró a alguien que no tuvo vergüenza de oficiar de verdugo para intervenir 42 federaciones nacionales que fueron demolidas por el autoritarismo y el abuso.

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La institucionalidad del deporte ecuatoriano está en ruinas. He allí el origen de todo. Así la dejaron Rafael Correa y sus áulicos, mientras Lenín Moreno continuó la tarea. Han sido once años nefastos gracias a una ley dictada el 29 de julio de 2010 que contiene una subversión perversa a los intereses deportivos del país. La política de partidos se tomó por asalto todas las entidades del deporte, desplazó a los voluntarios por funcionarios públicos, los dirigentes honorarios fueron reemplazados por fichas del partido de Gobierno que empezaron a cobrar sueldos fastuosos por lo que antes otros hacían por amor al deporte. Las federaciones provinciales fueron cooptadas por gente con carnet verde que no entendía qué hacía allí, o llegaban por figuración y ansias de dinero fácil. Ejemplos sobran y son bien conocidos. En una asamblea de siete miembros que elegía el directorio, cinco eran funcionarios públicos o adictos al Gobierno (¿recuerdan el caso de la Fedeguayas?).

La ley de 2010 que rige todavía, hecha para adueñarse de las entidades del deporte, tiene capítulos tenebrosos que no pueden subsistir. Se creó el llamado Ministerio Sectorial (de Deportes) y por él pasaron siete ministros. El debut fue con el malhadado episodio del “comecheques”. Luego vino el ministro verdugo que intervino las federaciones, y los otros fueron solo afortunados burócratas. Lenín Moreno degradó la función al convertirla en Secretaría Nacional del Deporte con la excusa de “achicar el tamaño del Estado”, curioso argumento, pues el número de empleados fue el mismo y los sueldos igual. Lo que no cambió fue el sistema de premiar las adhesiones y castigar a los rebeldes. ¿Quieren un ejemplo? La Federación Deportiva del Azuay tuvo que hacer rifas para pagar a su personal, pues por varios meses la Secretaría Nacional del Deporte no le envió las asignaciones para castigar a su presidente. ¿La razón? La Secretaría del Deporte de la fatal época morenista, mediante Acuerdo N.º 0499, de 12 de noviembre de 2020, entregó a la Senescyt, a perpetuidad, el Centro Activo N.º 4 de Cuenca para la construcción del Instituto Tecnológico Azuay. Se privó a los azuayos de un escenario deportivo que contaba con canchas de varios deportes, piscina, gimnasios que servían para el progreso del deporte en una provincia que había dado el primer campeón olímpico de la historia.

El presidente de la Federación, Edwin Loyola, reclamó airadamente, pero el Gobierno no le hizo caso. La Secretaría del Deporte decidió aumentar el castigo al deporte azuayo: le bloqueó las transferencias, perjudicando a deportistas, entrenadores y personal administrativo. Tal vez el “Gobierno del encuentro” decida devolver a su legítimo dueño el escenario del que fue despojado por venganza y odio.

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El clamor del país deportivo por la derogación de la ley actual debe resonar con fuerza en el Gobierno nacional y en la Asamblea. Ya hubo un intento entre los anteriores asambleístas, pero fracasó porque el proyecto fue elaborado a espaldas de dirigentes y deportistas, y en su elaboración participaron asesores sin conocimiento de la realidad de esta actividad o comprometidos con el pasado correísta. De esto sabe el ministro Sebastián Palacios, quien fue miembro de la Comisión y decidió bloquear el proyecto por no corresponder a los genuinos intereses del deporte ecuatoriano.

La nueva ley debe contener principios de respeto al voluntarismo por sobre la burocracia; debe cortar de raíz el nefasto aprovechamiento de la política partidista en el deporte; debe dotar a esta actividad de los recursos necesarios para su desarrollo sin el principio “premio-castigo” que imperó en los últimos años: dinero para los obsecuentes, palo para los insumisos; debe erradicar el pernicioso centralismo que obliga a usar el llamado Sistema Integrado de Gestión Financiera Pública, que pone todos los recursos en el Ministerio (antes en la Secretaría) que los entrega con el sistema “simpatía-antipatía” en un acto dictatorial.

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La nueva ley debe articular el Sistema Deportivo Nacional con un Ministerio que controle, supervigile y fiscalice dentro de las normas de respeto a la autonomía de las entidades deportivas. Debe reestructurar al Plan de Alto Rendimiento de modo que la incorporación de los atletas no sea el resultado de la adhesión de los dirigentes a la figura autocrática y soberbia del ministro (ayer de la secretaria); debe eliminar el principio que fija que el presidente del COE sea electo dentro de la lista de presidentes de las federaciones ecuatorianas, casi todos ellos cuestionados, salvo unos pocos. ¿Eran Agustín Arroyo, Voltaire Paladines o Sabino Hernández presidentes de alguna federación? No sé si lo era Danilo Carrera, el presidente al que Correa obligó a renunciar, pero fue electo por los merecimientos de su trayectoria como dirigente.

Hay mucho hilo en el carrete y no basta una columna para esbozar los principios rectores de la nueva ley del deporte. El Ejecutivo puede proponer un proyecto; la Comisión de la Asamblea puede hacerlo igual. Eso sí, que trabajen los expertos y que la ley del deporte surja antes de las elecciones del COE en diciembre. Hay alguien agazapado disparando para que eso no suceda. (O)