“No hay rastros del avión desaparecido”, tituló escuetamente el diario El País, de Montevideo, el 14 de octubre de 1972. Se refería a un flamante F-27 Fairchild de la Fuerza Aérea Uruguaya que transportaba a cinco tripulantes y 40 pasajeros, en su mayoría miembros del Old Christians, equipo de rugby de los exalumnos del colegio católico Christian Brothers. Los viajeros se dirigían a Chile donde disputarían un partido amistoso con un club de Santiago. Más que nada, una excursión de jóvenes alegres, algunos de los cuales iban acompañados de familiares y amigos. El día anterior, viernes 13, el avión se había desvanecido de los controles aeronáuticos y después de varias horas, como es de rigor, se lo dio por perdido.

La sobrevaloración de los Mundiales

La angustia presidió el fin de semana en Uruguay, aunque en un primer momento primó la calma, el aparato pudo haberse desviado y descendido en algún punto fuera del alcance de los radares. Ya habría más noticias. Sin embargo, el almanaque fue deshojando los días y las alarmas se convirtieron en llanto, nada se sabía de la aeronave ni de sus ocupantes. Nadie lo había visto caer, nadie había pedido auxilio. Comenzó a temerse lo peor y se accionó la búsqueda, a cargo del SAR, el Servicio Aéreo de Rescate del Estado chileno.

Los muchachos iban parados en los pasillos del Fairchild riendo, cantando, haciendo bromas, cuando el avión entró en zona de grave turbulencia. Ya desgobernado de piloto y copiloto, pasó a diez centímetros de una pared de roca, helando la sangre de quienes miraban por las ventanillas. No lograba ganar altura e iba esquivando los picos para no estrellarse. Inmediatamente rozó otra montaña y segundos después chocó una de sus alas contra otra saliente de piedra. El ala cayó, el aparato quedó inclinado y fue a dar contra otro macizo, que le arrancó su segunda ala. Ahí ya no había nada más que hacer: era el fin. El fuselaje descendió hasta chocar su panza contra la ladera de esa galería de montañas y, convertido en un tren fantasma, se deslizó más de mil metros a infartante velocidad, dando tumbos, golpeando rocas, para finalmente detenerse en una suerte de valle o de hueco allá arriba de los Andes, en un sitio silencioso, casi macabro, alejado de toda manifestación de vida, donde ni los cóndores sobrevuelan. En el insólito aterrizaje el avión se partió y perdió la cola. Algunos cuerpos volaron por el aire y cayeron en el espeso colchón de nieve, otros quedaron aplastados entre fierros retorcidos, algunos más fallecieron por golpes. Para dieciséis de los cuarenta y cinco, el viaje había terminado para siempre. De los veintinueve restantes, unos estaban moribundos, otros con fracturas o escoriaciones severas y unos privilegiados, insólitamente, resultaron ilesos.

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La fotografía que recorrió el mundo sobre la tragedia de Los Andes permanece en exhibición al interior de una sala en el museo Lircunlauta, en San Fernando (Chile). Foto: Elvis González

Al finalizar el estrépito de ese viaje de terror sobre el hielo primero hubo un silencio de muerte, luego llantos y gritos desgarradores y finalmente la desoladora realidad: estaban vivos, pero en pésimas condiciones y en un lugar inhóspito. Pensaron que ya estarían en camino los rescatistas. Nada más erróneo. Pasarían casi dos meses y medio en ese hoyo cruel, tiritando de frío días y noches, con hambre, desesperanza y amigos que iban muriendo engangrenados, congelados, de locura. En el medio, un alud de nieve los sepultó una madrugada y hubo otra tanda de muertos. Era una desgracia tras otra. ¿Y qué hacía el Gobierno uruguayo que no iba a buscarlos…? El destino parecía implacable: todos morirían.

Cuando ya no quedaban caramelos, chocolates o galletitas, las ligeras vituallas que lleva un vuelo de dos horas, debieron tomar la decisión más duras de sus vidas: comerse los cuerpos de los muertos. Así, aunque famélicos, siguieron con un hilo de vida. Algunos perdieron hasta treinta kilos, lucían cadavéricos. Pero desde el primer momento se organizaron para tratar de salvarse. Racionaron hasta las pequeñas tiras de carne que cortaban de los cadáveres, organizaron pequeñas y dificultosas expediciones, pero caminar un breve trecho en la espesura de la nieve significaba hundirse hasta la cintura.

Nostalgia de lo que nunca pasó

En un alarde de ingenio allá arriba lograron hacer funcionar la radio del avión, no para comunicarse, lo que deseaban con el alma, pero al menos para escuchar las noticias de emisoras chilenas. En una de esas escuchas recibieron otro golpe directo al corazón: las autoridades de Chile y Uruguay dieron por concluidas las tareas de rescate. Había resultado infructuosa,

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Pero la obstinación de uno de ellos, Fernando Parrado, que había perdido a su madre y a una de sus hermanas en el accidente, que fue dado por muerto en el aterrizaje y dejado sobre la nieve, otra vez salvado in extremis durante el alud, pudo más que el negativismo y la inacción de los demás. “Si no salimos de aquí por nuestros medios, moriremos todos. Nadie vendrá por nosotros”. Los convenció. Persuadió también a Roberto Canessa de acompañarlo. Entre todos les prepararon la mejor ropa, que no era mucha, y una buena ración de tiras de carne humana. Y allá fueron. Pensando que estaban en territorio chileno se dirigieron hacia el oeste. En verdad estaban del lado argentino, con lo cual atravesaron toda la cordillera subiendo y bajando cimas hasta encontrar un desfiladero que descendía hacia un valle. En el límite del esfuerzo humano, desde el suelo, Canessa creyó ver una silueta sobre un caballo y dijo “un hombre”. Parrado no lo veía ni creía. Pensó que deliraba. Pero era. Y desde lejos hizo señas desesperadas. El hombre, del otro lado de un río, movió sus brazos, los había divisado. Parrado escribió, con un lápiz labial que llevaba para que no se le cuartearan los labios, una nota ya célebre: “Vengo de un avión que cayó en las montañas, soy uruguayo. Hace diez días que estamos caminando. Tengo un amigo herido arriba. En el avión quedaron 14 personas heridas. Tenemos que salir rápido de aquí y no sabemos cómo. No tenemos comida. Estamos débiles. ¿Cuándo nos van a buscar arriba…? Por favor, no podemos ni caminar. ¿Dónde estamos?”. La arrojó envuelta en una piedra. El hombre, un arriero llamado Sergio Catalán Martínez, les dijo: “Volveré mañana”. Y les tiró un pan.

En estos días se están cumpliendo 50 años del llamado Milagro de los Andes, aquel accidente del avión uruguayo que cayó en el peor lugar posible de la inmensa cordillera, a miles de metros de altura, con nieves eternas y en un sitio inaccesible. Pero, después de 72 días, 16 de ellos pudieron sobrevivir, sin alimentos, sin ropa de abrigo, soportando vientos helados, tormentas, violentas avalanchas y con temperaturas de 30 a 40 grados bajo cero. Los dieron por muertos, abandonaron la búsqueda y nadie los encontró para rescatarlos. Dos de ellos, en circunstancias penosas, atravesaron a pie todo el gigantesco cordón de cumbres durante diez días y, desfallecientes, arrastrándose, lograron llegar a la civilización y dar parte de su tragedia. Se considera que puede ser el episodio de supervivencia más extraordinario de la historia humana. Los médicos y expertos en situaciones extremas adjudican el milagro a su juventud, pero sobre todo a su condición de deportistas. Lucharon, tenían un liderazgo, disciplina, tenacidad, no querían perder ese partido contra la muerte y fueron un equipo incluso en el cruento paisaje montañoso. También eso es una hazaña del deporte. (O)