1969 registra varios hechos deportivos que marcaron una época y que es importante recordarlos. En el fútbol, Pelé hizo noticia al marcar su gol 1.000 en el partido Santos-Vasco Da Gama, en el Maracaná de Río de Janeiro. Pero en 1969 también se jugaron las eliminatorias para el Mundial de 1970, y Centroamérica fue el foco de atención en el planeta entero. La Concacaf tenía la oportunidad de que un país más participara, porque el anfitrión era México. Haití avanzó a un partido clasificatorio que debía jugar con el ganador de la serie entre Honduras y El Salvador, disputa que incluyó varios incidentes.

Fue necesario un encuentro extra jugado el 27 de junio de 1969, en el estadio Azteca de México. El Salvador ganó y asistió a su primera Copa del Mundo, porque luego derrotó a Haití. Pero fueron los duelos entre Honduras y El Salvador los que provocaron sucesos muy graves. El periodista polaco Ryszard Kapuscinski, en un reportaje, denominó a los cinco días de enfrentamientos la “guerra del fútbol”.

Transcurridos algunos años, a Kapuscinski se le consultó si él imaginaba el alcance de lo que iba a representar semejante calificación. Contestó que lo hizo para contextualizar lo que sucedió en esos partidos y que no existía ningún otro propósito que el de ilustrar una eliminatoria de fútbol tan violenta. ¿Qué sucedió en esos tres partidos que clasificaron a El Salvador a la fase clave ante Haití? El primer partido se jugó en Tegucigalpa con estadio repleto y la visita de casi 5.000 salvadoreños, quienes fueron agraviados permanentemente.

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La delegación de El Salvador presentó el reclamo a la FIFA por los incidentes causados la noche anterior al partido fuera del hotel donde estaban sus jugadores. Los hostigaron, lanzaron piedras y bengalas, y rompieron los vidrios de las habitaciones. Los enviados de los medios salvadoreños se enfocaron en comunicar a los aficionados de su país que la agresión era incesante y que la fuerza pública amparaba y auspiciaba los ataques. Incluso, antes del compromiso, más de una docena de aficionados salvadoreños debió recibir asistencia médica en los hospitales de Tegucigalpa.

El juego fue de pierna fuerte y los roces eran celebrados eufóricamente por el público local. Ganó Honduras por 1-0 con un gol conseguido en una acción polémica en que un delantero de Honduras cargó descaradamente al arquero rival, ante la vista y paciencia del árbitro. Las radios de El Salvador describieron lo sucedido como una novela de terror. Fue tan impactante el relato que se supo que la joven salvadoreña Amelia Bolaños, de 18 años, no soportó tal perjuicio y tomó la fatal decisión de quitarse la vida. Murió instantáneamente al dispararse en el pecho con la pistola de su padre. El Gobierno salvadoreño declaró luto y el sepelio se difundió por la TV nacional. El féretro de Amelia fue cubierto con la bandera del país, y el presidente Fidel Sánchez Hernández y sus ministros asistieron.

Uno de los ministros dijo que la joven Amelia se suicidó porque “no soportó ver a su patria arrodillada”, aseveración que inflamó el patriotismo y la sed de revancha para el partido de vuelta, que sería en San Salvador. Fue tal la tensión incentivada por la prensa del país que se generó una campaña cargada de odio. Los delegados de la FIFA presentes silenciaron. Honduras no pudo entrenar y retornó al hotel Intercontinental, rodeado de hinchas que trataban de ingresar. Varias veces superaron el resguardo policial y hubo explosiones de bombas caseras.

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Los jugadores hondureños aseguraron que atestiguaron cómo un joven fue apedreado y murió desangrado, sin el auxilio de nadie. La selección de Honduras resolvió abandonar el hotel por la puerta de atrás y en grupos de tres, para despistar a los manifestantes. Los futbolistas se hospedaron en las residencias particulares de los diplomáticos de su país. Al final hubo partido y El Salvador ganó por 3-0. Los hondureños salieron del estadio directo al aeropuerto para regresar a su país. Al llegar dijeron: “Dios es grande. Felizmente, perdimos contundentemente; fue lo mejor que nos pudo pasar”.

La tensión cada día era mayor. Se programó el partido de desempate en México como terreno neutral. Fue emocionante. Acabó 2-2, lo que llevó al tiempo suplementario. Faltaban pocos minutos para la conclusión cuando anotó Mauricio Pipo Rodríguez y triunfó por 3-2 El Salvador. Al camerino hondureño, con los futbolistas desconsolados y agotados por el esfuerzo, entró el embajador de Honduras, coronel Armando Velásquez, y les dijo: “Señores jugadores, levanten el ánimo. Tengo que comunicarles que oficialmente se han roto las relaciones con El Salvador y no se descarta la guerra”. El volante Rigoberto Gómez le dijo al embajador: “Pero no es para tanto; esto es solo un partido de fútbol”. El militar le respondió: “Es mucho más, ya lo entenderán”. Y se despidió.

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Por supuesto que había más. El fútbol iba a ser utilizado para justificar el conflicto bélico. Las radios salvadoreñas alertaron de que los cerca de 300.000 campesinos connacionales que residían en Honduras habían sido brutalmente atacados por un grupo denominado La Mancha Brava, bajo el lema “Toma un leño y mata a un salvadoreño”. Para la presencia de esos campesinos de El Salvador en el país vecino había una razón: catorce familias latifundistas alentaron el exilio voluntario de ellos para trabajar en tierras hondureñas.

El presidente de Honduras, ante esa insostenible migración, expidió una ley de reforma agraria que despojaba a esos salvadoreños de sus propiedades. Así, el 14 de julio de 1969, el Ejército salvadoreño atacó el territorio hondureño con aviones de la Segunda Guerra Mundial y llegó a las puertas de Tegucigalpa. El Salvador ocupó 1.000 kilómetros cuadrados. Luego llegó la respuesta de Honduras. Durante cien horas de batalla, el conflicto causó 7.000 muertos y 20.000 heridos. La OEA intervino y se declaró el cese del fuego. Fue recién en 1986 cuando la Corte Internacional de Justicia, con sede en La Haya, restableció todos los derechos y territorios a Honduras. Los campesinos salvadoreños regresaron a su tierra, descontentos. Ese fue el germen que provocó la guerra civil en El Salvador.

Estos lamentables acontecimientos sirven para demostrar que la pasión y la responsabilidad social no están divorciadas en el fútbol. Hay un riesgo cuando se lo usa como detonante para embriagar las masas o para reivindicar inequidades. En ambos casos, es peor cuando se exacerban los motivos; ahí los resultados son inciertos. La mal llamada “guerra del fútbol” lo demuestra.

En el 2013, el diario El Heraldo de Tegucigalpa publicó un informe que confirmaba que la guerra de 1969 fue planificada por el Ejército de El Salvador desde 1961, con dos fines: querían tener salida al Atlántico y adquirir más tierras para dárselas a campesinos descontentos por la distribución de ellas en pocas manos. Al fútbol lo usaron con maquiavélicos fines. El autor del gol que clasificó a El Salvador al Mundial 1970 dijo: “Los combates ya estaban arreglados. El fútbol no provocó la guerra: fue solo una excusa”. (O)

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