“Madre solo hay una” suele escucharse en fechas como la de hoy. Por supuesto, madre solo hay una, aunque cada madre ejerce la maternidad de forma distinta, por más uniforme que quiera ponérsele a este rol, del que se dice es el más sublime, el más puro.

Nuestra cultura ha ubicado la maternidad en la categoría de destino tácito de toda mujer y la ha clasificado como el hecho que da completitud a la feminidad. Bajo esas ideas fuimos educadas las mujeres de generación en generación, hasta tiempos recientes, en que se han puesto en entredicho conceptos como el instinto materno, que, se ha afirmado, no existe. Es una construcción cultural, se ha asegurado. La escritora y pensadora feminista estadounidense Gloria Steinem ha dicho: “No todo el que tenga un útero tiene que tener un hijo, así como no todo el que tenga cuerdas vocales tiene que ser cantante”.

La literatura, que siempre bebe de la vida y da cuenta de la sensibilidad de las épocas, nos muestra las visiones sobre este rol. Una breve y rápida mirada a las letras de la última centuria nos lleva a encontrarnos con personajes femeninos como los creados por el español Federico García Lorca en el teatro, en la primera mitad del siglo XX. Están, por ejemplo, los de su obra Yerma. El diccionario de la RAE define el término yerma como ‘inhabilitado’ o como ‘no cultivado’. La trama de esta pieza gira en torno a la imposibilidad de una mujer de convertirse en madre, ante lo cual se siente angustiada, pues no engendrar equivale en su entorno, y también para ella, a ser como una tierra árida, desierta.

'La casa de Bernarda Alba' se puso en escena en el Teatro Centro de Arte.

En La casa de Bernarda Alba, del mismo García Lorca, vemos a una madre viuda con sus cinco hijas solteras, quien ejerce autoridad sobre ellas de manera férrea e intransigente, apegada a aquella tradición de que la honra de la mujer está dada por su castidad. El matrimonio es el punto de inflexión, el que marca el cambio de tutela. La sabia criada Poncia le reprocha que no ha dado libertad a sus hijas y le advierte: “Pero ni tú ni nadie puede vigilar por el interior de los pechos”. “Una hija que desobedece deja de ser hija para convertirse en una enemiga”, responde Bernarda.

En la obra, el centro del conflicto entre las hermanas encerradas y sin vida social es el amor por un mismo hombre: Pepe el Romano, lo cual desencadena una tragedia.

Magia, dolor y conflicto

El colombiano Gabriel García Márquez, en su célebre Cien años de soledad, escrita en la década de los 60, muestra la maternidad como un lazo que va incluso más allá de la vida. En esta novela, imbuida de realismo mágico, un hilo de sangre de un hombre asesinado, como en una especie de aviso de su trágico final, atraviesa puertas, graneros, plazas, calles, casas, hasta llegar a la cocina donde su madre está entregada a los quehaceres domésticos. Úrsula, la madre, azorada, sigue el rastro de la sangre y así encuentra al hijo, que yace sin vida, en el piso en una casa lejana.

Gabriel García Márquez escribió en 18 meses la obra 'Cien años de soledad' en Ciudad de México.

Esta mujer, la matriarca de la familia Buendía, es intuitiva, casi omnipresente. La que sostiene el universo macondiano. Simplemente no se concibe Cien años de soledad sin Úrsula. Hagan el ejercicio de borrarla y verán.

Escritora colombiana Piedad Bonnett.

Isabel Allende y Piedad Bonnett, dos representativos nombres de las letras latinoamericanas, han volcado en la escritura el dolor que significó para ellas la muerte de sus hijos. La primera escribió Paula, a principios de la década de los 90, en cuyas páginas evoca a su joven hija, quien falleció aquejada de una extraña enfermedad, luego de permanecer en coma por varios meses. La segunda, quien tuvo que enfrentarse al suicidio de su hijo, escribió en 2013 Lo que no tiene nombre. Ambas obras pueden catalogarse como novelas de no ficción.

Son historias muy personales e íntimas, que gracias al artilugio de la palabra se convirtieron, de algún modo, en experiencias abiertas que a todos nos conmueven. “He tratado de darle a tu vida, a tu muerte y a mi pena un sentido. Otros levantan monumentos, graban lápidas. Yo he vuelto a parirte, con el mismo dolor, para que vivas un poco más, para que no desaparezcas de la memoria. Y lo he hecho con palabras, porque ellas, que son móviles, que hablan siempre de manera distinta, no petrifican, no hacen las veces de tumba. Son la poca sangre que puedo darte, que puedo darme”, escribe Piedad Bonnett al final de Lo que no tiene nombre.

En el mundo de los libros también hallamos obras como el ensayo Contra los hijos, de la chilena Lina Meruane, publicado en 2014. Es una escritura que se atreve a ir contracorriente de lo culturalmente aceptado. Se trata de una diatriba contra el lugar que se les ha otorgado a los hijos, lo cual nos hace repensar, de igual modo, en el lugar que se le ha dado a la maternidad. Es una obra cuestionadora. Y precisamente de eso se trata la literatura: de provocar nuevos enfoques, reflexiones, debates. O incluso incomodar.

Escritora chilena Lina Meruane.

Sin embargo, también la literatura, desde su potencia edificante, permite la restitución de la experiencia materna o de la orfandad, cuando no se ha sido madre o cuando se ha perdido a la madre: “No puedo narrar/ ¿qué pretérito me serviría/ si mi madre ya no me teje más?/ Desmadrada entonces me detengo/ ante un estado de cosas demasiado presente:/ ser la descuidada que la cuida/ mientras otros la descuidan por mí”. Son los versos de apertura del largo y conmovedor canto de la argentina Tamara Kamenszain en el libro El eco de mi madre, con el cual ganó el Festival de la Lira 2011 en Cuenca.

O “mi madre estuvo toda la vida conmigo y nunca me dejó pensar que yo podría estar sin ella”, de la chilena Diamela Eltit, que hace de la escritura el cordón umbilical de la memoria y del afecto que permanece más allá del cuerpo y de la existencia. (O)