Guayaquil ha sufrido un pico de violencia importante en el 2022. Hasta el final de noviembre pasado, la Policía Nacional reportaba 1.385 asesinatos en la Zona 8, que engloba Guayaquil, Durán y Samborondón. Hablar de arte y cultura en una ciudad violenta parece hasta utópico. Sin embargo, el arte y la violencia tienen nexos que no son obvios a simple vista.

Los niveles de violencia tienen diversas causas y aristas. Según Luis Córdova, director del programa de investigación Orden, Conflicto y Violencia de la Universidad Central del Ecuador, la “cultura violenta” es el resultado de un fracaso de la política pública educativa y la falta de oportunidades para la gente joven. Apunta, también, al concepto de la cultura como una “caja de herramientas” usadas para entender el mundo, desarrollar maneras de cambiarlo, y crear cohesión en la comunidad, acuñado por el teórico israelí Itamar Even-Zohar.

Este “repertorio cultural”, según Zohar, es desarrollado por artistas: escritores, pintores, cineastas, escultores y demás. Córdova señala la “degradación” del repertorio cultural como una de las razones de la espiral de violencia que viven el Puerto Principal y el país.

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Sin embargo, el arte no solo coexiste con la violencia. En Guayaquil hay instituciones públicas y privadas que llevan la gestión cultural de la ciudad con la visión de que el fomento de las expresiones culturales y artísticas en la ciudadanía pueda influir en un cambio en la “cultura violenta” que se está tomando el país, según Córdova.

Ejemplos extranjeros y percepciones

Juan Luis Restrepo, músico y gestor cultural colombiano que fue encargado de ejecutar políticas públicas referentes al sector artístico y cultural en Bogotá, relaciona la situación actual de Guayaquil con los ejemplos de ciudades como Bogotá y Medellín. Gran parte del trabajo de desarrollar actividades culturales y artísticas con éxito en estas ciudades, según Restrepo, fue cambiar la percepción de la ciudadanía sobre la peligrosidad del espacio público y de ciertos sectores considerados más problemáticos.

Pone como ejemplo el programa Festivales al Parque. “Hoy la gente los ve como unos conciertos gratuitos muy grandes, pero en realidad su origen tiene que ver con una estrategia de la ciudad para cambiar la percepción de inseguridad sobre Bogotá”, dice Restrepo.

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La iniciativa Rock al Parque nació en Bogotá en 1995. Foto: Natalia Pedraza

Otro esfuerzo importante llevado a cabo en estas ciudades fue el impulso de un sistema de transporte público masivo que, dice Restrepo, hizo más accesibles barrios de la periferia considerados peligrosos, e invitó a los ciudadanos a que exploren su propia ciudad. El arte y la cultura fueron usados en los casos de Bogotá y Medellín para que sus ciudadanos vuelvan a sentirse cómodos utilizando el espacio público y para que confíen más en el “otro”.

El arte como nexo

Entender y conocer al “otro” es esencial para la promoción de eventos culturales en Guayaquil para Fernando Insúa, director cultural de la Fundación Garza Roja. “La gente no conoce su propia ciudad. No caminan, no salen, entonces se llenan de tabúes y de mitos”. También señala que otro factor para derribar estos “tabúes” y “mitos” es expandir la esfera de realización de eventos culturales y artísticos.

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Para Insúa, exponer a una mayor cantidad de personas a oportunidades para expresarse cultural y artísticamente puede ser un factor que, en conjunto con otras políticas públicas, puede ayudar a reducir los índices de violencia, lo cual concuerda con la consigna de la Unesco sobre la cultura, que considera el desarrollo de las industrias culturales como un motor de desarrollo económico, social y medioambiental.

“Cuando permites que un determinado sector pueda expresarse por medio del arte, pueda desahogarse, pueda hacer público lo que le pasa, hay una influencia en los lugares, en las personas”, expresa Insúa. Comparte con Restrepo en que los esfuerzos del sector cultural y artístico deben ser acompañados por políticas públicas más fuertes en los ámbitos educativos, de salud pública y de desarrollo de infraestructura.

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Arte y comunidad

La Fundación Garza Roja trabaja en conjunto con la comunidad que rodea a la sede de su parque cultural en Nobol. Señala el proyecto de la Escuela de Artes Phi Escultura, cuyos alumnos son originarios de Nobol y muchos de ellos eran trabajadores en el Parque Garza Roja o agricultores. Gracias al trabajo de la fundación, ahora son escultores capaces de esculpir “verdaderos monumentos”, refiere Insúa.

En Guayaquil, la Fundación Garza Roja apoya a artistas en barrios donde “no llega” ayuda estatal, según Insúa. Por ejemplo, brindan espacios de grabación de música. De esta iniciativa de apoyo a artistas en sectores donde no hay apoyo estatal han surgido muchos eventos, refiere Insúa, como festivales de cuentos, de poesía y de arte.

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Escultura parte del museo al aire libre del Parque Garza Roja, desarrollada por alumnos y maestros de la escuela de formación de escultores de la Fundación Garza Roja. Foto: Cortesía

Natalia Tamayo y Luis Páez, docentes de la Universidad de las Artes, institución educativa superior pública, dirigen un proyecto de vinculación a la comunidad llamado Proyecto Pacha. Este nace en abril del 2020 y consiste en la creación de espacios culturales, bibliotecas móviles y la organización de talleres de formación artística en sectores marginalizados. Trabajan en conjunto con escuelas y fundaciones de la comunidad, como la Asociación Comunitaria Hilartes, que promueve el desarrollo cultural, y la Fundación Karibu, que impulsa el desarrollo del arte y la cultura afro.

El proyecto, que ha involucrado a más de 1.000 estudiantes desde su concepción, comenzó enfocado en dos sectores: Monte Sinaí y la isla Trinitaria. Uno de los propósitos del Proyecto Pacha es trabajar en conjunto con la comunidad para plantear los derechos culturales como esenciales.

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Tamayo señala que el proyecto ha producido resultados importantes, como la creación de una biblioteca llamada El Garaje, un garaje convertido por estudiantes de la universidad en un espacio cultural. “Ya estamos viendo cómo muchos niños de la zona se articulan a los talleres artísticos”, dice Tamayo. “Estos procesos educativos alternativos les brindan un horizonte de vida y tranquilidad a sus familias”.

Participación del grupo de marimba de la Asociación Comunitaria Hilartes en el marco de actividades de mediación cultural con estudiantes de la Universidad de las Artes. Foto: Cortesía

Los estudiantes, señala Páez, pasan por un proceso de aclimatación: al comienzo asisten a las actividades del proyecto con un poco de temor, pero después son “felices” de visitar las comunidades.

Páez indica que esta evolución que atraviesan los estudiantes como parte del proyecto responde a un proceso de desestigmatización de ciertos sectores de la ciudad. Cuando los estudiantes visitan la comunidad, dice Páez, se dan cuenta de que hay “una vida más allá de la violencia”.

“Si la gente empieza a mirar que hay otro tipo de actividades que no solamente están relacionadas con la violencia o con las drogas, pues se presentan alternativas de vida para esta gente”, indica Páez. Sin embargo, también aclara que el proyecto no va a transformar la realidad socioeconómica de la comunidad si no es acompañado por cambios estructurales propuestos desde la política pública.

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Insúa y Restrepo concuerdan con Páez en el poder transformador del arte dentro de la sociedad. Sin embargo, resaltan que solo el arte no puede tener todo el peso de los esfuerzos de cambio social en sus hombros. “No se le puede exigir al sector artístico que resuelva el problema de la violencia por sí solo”, subraya Restrepo. (I)