Lloraba sin siquiera entender el idioma, mientras se me reventaban los oídos con los altos decibeles de tenor y soprano. Sonreía al saborear la sal de mis lágrimas, porque estaba feliz, con la misma dulce y complaciente disposición del enamoramiento. Volvía a creer furiosamente en el amor, lo sentía vibrando en un par de voces humanas. El amor existe en sí mismo, pensaba, solo que a veces lo tomamos prestado.

Me hallaba en la primera catedral de Lucca junto a una de mis grandes amigas. Las paredes de arenisca y recubiertas de mármol de casi dos mil años de antigüedad, se estremecían junto al escaso público, ante la representación de una ópera de Puccini.

El tenor era pequeño de estatura, tal vez en sus 60 años, gordito, cabello alborotado y barba. En los ojos de mi amiga reconocí que ella se había enamorado tan perdidamente como yo. ¿Enamorado del tenor? ¿O del amor? ¿O de las mágicas casualidades de la vida que nos habían hecho coincidir en la Toscana, un día de perfecta luna llena?

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Para mi amiga esta era la confirmación de su pertenencia. Luego de vivir errante por varias ciudades del mundo, elegía Lucca, en Italia, para construir su nuevo destino. Yo como siempre, andaba de paso.

Lucca no posee la fama ni las bandadas de turistas de Florencia, pero brilla con su propia luz, con sus decenas de torres de roca y ladrillo, que rivalizan en altura; las grandes familias del renacimiento competían por mostrarse unas más poderosas que otras en relación directamente proporcional al tamaño de sus torres.

Cuatro kilómetros de un muro macizo separan la zona antigua del resto de la ciudad, aislándola de cualquier realidad o tiempo. Así, la vieja Lucca se recorre caminando o en bicicleta, alternando con paradas en sus múltiples heladerías.

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El muro es también un paseo peatonal, cubierto de árboles y merenderitos, con vistas de la ciudad antigua a la vez que de los Alpes Apuanos hacia el norte y el oeste. Sobre el muro hicimos un picnic de almuerzo, antes del concierto, admirando las fachadas de sus cien iglesias. Casi todas resplandecen en mármol blanco, que algunas alternan con franjas horizontales de mármol verde de carrara. Esta es la ciudad donde naciera Giacomo Puccini, por eso, cada día del año, concertistas de toda Italia se inscriben para interpretar uno que otro pasaje de sus óperas en la iglesia de San Giovanni y Santa Reparata.

Aquí estamos mi amiga y yo, enamoradas del tenor, o de Lucca o de la vida. Mientras los espacios se llenan de música recorro la nave con mi mirada, para viajar a su pasado. Detrás del piano y los artistas hay una excavación hasta los cimientos del edificio, que revela un asentamiento etrusco. Los romanos llegarían en el 180 antes de nuestra era y edificarían sobre sus ruinas un templo. ¿Qué dioses venerarían, me pregunto? Las investigaciones descubren que a partir del siglo cuarto este mismo monumento se adecuó para convertirse en una basílica dedicada a Santa Reparata, que luego fue catedral, y hoy es templo de música.

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Aquí es donde mi amiga ratifica su decisión de vivir en Lucca, donde siente que pertenece. Yo seguiré buscando, y un día de estos me construiré o inventaré un lugar de pertenencia, tal vez el año que empieza. ¡Felices fiestas! (O)