El momento tenía que llegar, porque tras año y medio de una pavorosa crisis mundial que nos obligó a encerrarnos y a trabajar desde casa (lo que es una experiencia casi tan traumática como padecer del virus, al menos para mí) ahora vemos que las reglamentaciones de sanidad se flexibilizaron por la disminución de contagios. Ese toque de queda -o de quedarnos momificados- en horas nocturnas se terminó al menos en un Guayaquil que entra a un mes juliano con sonrisas enmascaradas, porque en las calles todavía debemos parecer como los bandidos de las películas de cowboys.

Nuestro tema de portada celebra la ocasión con el estreno de la versión “recargada” de Se vale todo, el espectáculo dancístico que en enero pasado pudimos disfrutar en la Tercera Sala del Sánchez Aguilar, cuando todavía andábamos temerosos en cada salida nocturna. Y esto viene después de algunos días de acción escénica por el evento Fragmentos de Junio en el Teatro Centro de Arte, la nueva temporada de microteatro del Pop-Up y la reapertura de algunas salas (Muégano, Estudio Paulsen), incluyendo conciertos de la Orquesta Filarmónica Municipal en el cerro Santa Ana.

Pero si hay una obra que nos motiva a celebrar esperanzados un buen momento artístico es la que el coreógrafo-director Pedro Moscoso trae de nuevo desde este viernes. Descubrirla fue una sopresa mayúscula, como una inyección de adrenalina que nos contagia su eufórica vitalidad desde que las luces se apagan lentamente y nuestras sillas comenzamos a escuchar aullidos y ruidos callejeros que abren la acción con los 13 fantásticos bailarines-actores que iluminan durante una hora los tiempos difíciles que nos ha tocado vivir. Pero la misión del arte es esa: transportarnos a otras dimensiones y hacernos sentir la vida y todas sus pasiones. (O)