Existe una isla pequeña, de colinas verdes, playas blancas y casitas de colores, con aleros de molduras geométricas graciosas e intrincadas. Sus poblados y calles tienen nombre de realeza inglesa, porque Bequia, isla de San Vicente y las Granadinas, fue colonia británica hasta 1979.

En Puerto Elizabeth, su capital. ¡Me topo con huesos de ballena tallados, o scrimshaw (palabra de etimología dudosa) y mi encantamiento termina! Los habitantes de Bequia capturan de una a cuatro ballenas jorobadas por año. Es la cuota asignada por la Comisión Ballenera Internacional por reconocer como aborigen a la población de este país caribeño.

¿Aborigen? La mayoría de los indígenas de las Antillas Menores perecieron en el primer siglo de contacto con el Viejo Mundo. Murieron de enfermedades que no existían en América antes de la llegada de Colón, o al no resistir las condiciones extremas de trabajo a las que fueron sometidos, o incluso en suicidios comunales, como el de guerreros Kalinago que saltaron desde un acantilado en la isla de Granada para no rendirse ante los colonizadores franceses.

La costumbre de cazar ballenas fue introducida a fines de los 1800, por un inmigrante escocés, William Wallace, quien creó una compañía ballenera en Bequia transmitiendo sus conocimientos a los locales. ¿Se puede considerar a esto una población aborigen?

Transcurre una semana apenas, y me encuentro al otro lado de la cintura de América, en su costa pacífica. Una ballena se me acerca, permanece junto a mi panga por casi una hora. La acaricio, la beso, le hablo, la nombro.

Las ballenas grises casi se extinguen, hasta que en 1937 México fuera el primer país en protegerlas. Hoy miles de turistas realizan avistamiento de cetáceos en las lagunas de la costa oeste de Baja California. Su población aumentó a 27.000 individuos en 2018, aunque en el censo de 2023 se estima en 16.000, como consecuencia de anomalías climáticas en el Pacífico norte.


El ojo de mi nueva amiga se posa en mi mirada. Me salpica juguetona, expira su aliento en mi cara. Y comparo esta experiencia con la consternación de enfrentarme a que, en el hermoso caribe, al otro lado del mismo continente, las cazan.

Entiendo que la proteína animal pudo ser necesaria para islas aisladas, sometidas a siglos de esclavitud y dominio. Sin embargo, en el nuevo milenio, ¿tiene sentido matar mamíferos marinos como sustento alimenticio? En febrero de 2022, a pocas millas de la isla de Santa Lucía, un grupo de turistas presenció el horror de una orca arponeada por locales. Las ballenas vivas representan un mayor recurso para las Antillas Menores: turismo de avistamiento de mamíferos marinos, como lo hace México.

Estas son naciones pequeñas. ¿Me pregunto entonces, por qué Japón y Noruega las amenazan todavía? Islandia se ha comprometido a abolir la cacería de cetáceos por completo a partir de 2024.

Países ricos, que lo tienen todo. Argumentan que es parte de su cultura. ¿O será por necedad y orgullo? ¿Por demostrar que nadie tiene derecho a decirles cómo proceder?

Pero no es necesario que las naciones sentencien; al reflejarnos en los ojos de una ballena lo tenemos claro. Quien haya intercambiado miradas, mamíferos con derecho a la vida (ellas), y mamíferos administradores de los derechos del planeta (nosotros), entiende que no hay justicia, ni argumento que justifique estas matanzas. ¿La tradición? Si es así, por “tradición”, seguiríamos validando la esclavitud, el machismo, la inquisición.