El domingo pasado muchos se preguntaron: ¿Qué regalarle a una madre? Yo no tuve que pensarlo demasiado, porque el mejor presente posible lo ha ofrecido mi pequeño jardín.

Esta historia empieza triste. El arbolito de naranja que mi padre sembrara hace casi siete años fue afectado por un par de descuidados jardineros que le botaron una palmera encima. Cada día había menos hojas en el árbol y más en el suelo; era el fin de una vida.

Pero mi naranjo, en sus últimos días, nos ha regalado nueva vida. Allí nació, a mediados de abril, el colibrí a quien hemos llamado Azahar, hijo (o hija) de Ramita, visitante asidua de mis heliconias.

Si usara únicamente la razón, deduciría que sus espinas ofrecen protección contra el peor depredador introducido: el gato. Los felinos del barrio, criaturas a las cuales sus dueños no saben mantener como domésticas (sin salir del domicilio), cazan a los seres nativos que sí pertenecen a nuestro ya perturbado hábitat.

Me concedo pensar que esto es una muestra de la transformación eterna, del resurgimiento de la vida, a la vez que una lección de cómo de algo penoso y aparentemente irremediable surge lo hermoso y memorable. El recuerdo de mi padre vive ahora en un colibrí.

He disfrutado además del asombro y la dedicación con que mi madre reporta los avances del pequeño en el chat familiar: que Ramita (la mamá colibrí) introduce el pico dentro del de Azahar para alimentarlo, tres veces por hora; desde que sale el sol hasta el atardecer le trae néctar de las flores. Que Azahar ha sacado la lengua, tal vez buscando insectos entre las espinas del naranjo. Azahar hace sus primeras incursiones en el mundo, y cuando intenta alejarse a la casa del vecino, la madre lo trae de vuelta. Que se ha colgado de cabeza, como murciélago, y que Ramita le acomoda el plumaje, ya casi con los colores y plumas completas de un amazilia adulto.

Que Azahar está impaciente por volar lejos, dice mi madre, y así pasamos las horas de reclusión en compañía, la una de la otra, y de este pequeño personaje que ya es parte de nuestra familia, del naranjo, y es parte del amor. Así celebré el Día de la Madre, junto con la mía y con la gran madre de todos, humanos o no: la madre naturaleza. ¿Qué regalarle a ella entonces? Respeto, que la legislación existe en nuestro país pero no se cumple.

A diferencia de lo que se piensa, se cuenta con evidencia, y muy difundida en las redes, de que durante esta pandemia se han dado mayores daños a la naturaleza en el Ecuador. La tala ilegal de manglares en Guayas ocurre a vista de todos, sin que las autoridades intervengan. Los cerros se demuelen para construir ciudadelas. Se otorgan permisos de construcción sobre viejas canteras, donde el terreno inestable es un riesgo para el ambiente y la vida humana.

El cerro Colorado y Totoral se desvanecen, mientras el verde del manglar se empaña en inertes huecos de camaroneras. ¿Cuántos colibríes habitarían aquellos sitios, hoy ya perdidos? Azahar y mi naranjo son mi regalo de siempre para la madre naturaleza. (O)