Frente a la catedral

Me estaba sintiendo muy solo en plena ciudad de Nueva York, a la salida de una misa en la catedral de Saint Patrick, cuando, de repente, se me acercó un brasileño:

—Tengo una gran necesidad de hablar con usted —me dijo.

Me entusiasmé tanto con el encuentro que comencé a hablar de todo lo que me parecí­a importante: de magia, de bendiciones divinas, de amor. Él lo escuchó todo en silencio, me dio las gracias y se fue.

En lugar de alegrí­a, yo sentí­ entonces una soledad aún mayor que la de antes. Solo más tarde me darí­a cuenta de que, llevado por el entusiasmo, no le habí­a prestado la debida atención al deseo de aquel brasileño:

El de hablar conmigo.

En realidad todas mis palabras se perdieron en el aire, pues no era eso lo que el universo querí­a entonces de mí­. Yo habrí­a resultado mucho más útil si me hubiera parado a escuchar lo que él tení­a que contarme.

¿A quién queremos?

Ya de niños, nos preguntan: “¿Quieres a papá? ¿Quieres a la tí­a? ¿Quieres a tu profesor?”.

Nadie nos pregunta: “¿Tú te quieres a ti mismo?”.

Y terminamos gastando gran parte de nuestra vida y de nuestra energí­a en intentar agradar a los demás. Pero ¿y qué hay de nosotros? El jesuita Anthony de Mello cuenta una genial historia sobre este asunto.

Una mujer y su hijo se encuentran en una cafeterí­a. Tras escuchar el pedido de la madre, la camarera se dirige al niño:

—¿Y tú qué vas a querer?

—Un perrito caliente.

—De eso nada —salta la madre—. Lo que él quiere es un filete de ternera con guarnición de verduras.

La camarera, ignorando el comentario, le pregunta al chico:

—¿Lo quieres con mostaza o con kétchup?

—Con los dos —responde el chico.

Y a continuación se vuelve hacia la madre, todo sorprendido:

—¡Mamá! ¡Ella cree que soy de verdad!

Nadie se lo cree

Cuenta la leyenda que, justo después de su Iluminación, Buda decidió pasear por los campos. En el camino se cruzó con un labrador, que se quedó impresionado con la luz que emanaba del maestro.

—Amigo, ¿quién eres tú? —preguntó el labrador—, pues tengo la sensación de estar delante de un ángel, o de un Dios.

—No soy ni lo uno ni lo otro —respondió Buda.

—¿Acaso eres entonces un poderoso hechicero?

—No, tampoco.

—En ese caso, ¿qué es lo que te hace tan diferente de los demás hasta el punto de que un simple campesino como yo pueda sentirlo?

—Soy apenas alguien que despertó a la vida. Nada más. Pero le digo esto a todo el mundo, y nadie se lo cree.

El paraguas

Como ordena la tradición, antes de entrar en la casa del maestro zen, el discí­pulo dejó junto a la puerta sus zapatos y su paraguas.

—He visto por la ventana que estabas llegando —comentó el maestro—. ¿Has dejado los zapatos a la derecha o a la izquierda del paraguas?

—No tengo ni la menor idea. Pero ¿qué importancia tiene? ¡Yo estaba pensando en el secreto del Zen!

—Si no le prestas atención a la vida, nunca aprenderás nada. Comuní­cate con la vida, dale a cada segundo la atención que merece; este es el único secreto del Zen.