Por Roberto Aspiazu Estrada *

Al filo de la medianoche, la cena de Pizarro y Atahualpa tuvo lugar en el templete central de Cajamarca que serviría de reclusorio del inca en los próximos ocho meses. La masacre estaba consumada, los cadáveres de la hueste indígena amontonados en la plaza, mientras una lluvia monótona corría el telón al dramático suceso.

Mientras el anfitrión estaba exultante, el rehén no podía ocultar su enojo y turbación. Para hacerle más llevadera la derrota, intentó consolarlo: “No tengas por afrenta haber sido así preso y desbaratado, porque los cristianos que yo traigo, aunque son pocos en número, con ellos he sujetado más tierras que la tuya y desbaratado otros mayores señores que tú”. Mirándolo serenamente, el inca respondió sonreído: “Usos son de la guerra vencer y ser vencido”.

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Al día siguiente, 17 de noviembre de 1532, se recogió un cuantioso botín de oro y plata del campamento quiteño de Pultumarca que estaba desierto. “Piezas monstruosas, platos grandes y pequeños, cántaros, ollas y braseros, copones grandes y otras piezas diversas”, que formaban parte de la vajilla del emperador.

Observando la codicia de los españoles, Atahualpa ofreció a su gobernador llenar una habitación del tambo, que servía de cuartel, con objetos de metales preciosos que traería de todos los confines del Tahuantinsuyo, a cambio de su libertad. El cuarto tenía 22 pies de largo, 17 de ancho y la altura de llenado sería la de su estatura con el brazo extendido donde se trazó una raya. Preguntado por Pizarro qué cuánto tiempo tomaría reunir el tesoro, contestó que dos meses.

Como una señal de armonía, se permitió que el inca continuara administrando su imperio, recibiendo la visita de sus nobles orejones, gobernadores, personal de servicio y damas de compañía. Conocedor de que los españoles podrían tener la intención de arbitrar el conflicto de sucesión dinástica entre su hermano Huáscar, a quien tenía preso, y él, decidió obrar con prontitud.

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Fingiendo estar triste y desconsolado, vistiendo ropas de luto pardo/cenizas, conforme al uso incaico, Pizarro se acercó a preguntar el motivo de su congoja. Le contestó que temía por su vida si le comunicaba la lamentable noticia. Recibiendo las garantías del caso, confesó que se encontraba apenado porque sus capitanes habían ejecutado a su hermano sin su consentimiento. Cayendo en el engaño, el caudillo español ratificó que no lo castigaría. Asegurada la impunidad, envió la orden de ajusticiar a Huáscar, quien fue arrojado de una peña al caudaloso río Angasmayo.

Pintura ‘The ransom of Atahualpa’ (El rescate de Atahjualpa, 1896), de Carlos Baca Flor. Atahualpa ofreció llenar una habitación del tambo, que servía de cuartel, con objetos de metales preciosos que traería de todos los confines del Tahuantinsuyo, a cambio de su libertad. Foto: El Universo

Codicia por el oro

Las primeras piezas del tesoro empezaron a llegar a la semana, pero ante la demora del llenado, en enero de 1534, convenció a su captor de la necesidad de acelerar el recaudo permitiendo que su hermano Hernando Pizarro se dirigiera al santuario de Pachacámac (actualmente en la zona conurbada de Lima) para apoderarse del laminado de oro y plata que revestía las paredes del templo. La oferta escondía un resentimiento hacia ese oráculo de los indios yunga (costeños), que ante la consulta sobre el desenlace de la guerra con los conquistadores le había asegurado que la victoria sería suya.

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Un mes después, con igual fin, se convino enviar una partida de tres españoles a Cusco, que fueron cómodamente conducidos en hamacas por porteadores indios. Serían recibidos por el general quiteño Quisquís, que mantenía en la capital un ejército de ocupación de 30.000 efectivos, quien tendría la orden de dar todas las facilidades para tal cometido. Del Coricancha o catedral del sol extraerían 700 planchas de oro y plata, a más de las ricas joyas que adornaban a una decena de momias de los incas precedentes. El botín del metal dorado sería de 130 quintales, en tanto que el correspondiente a las piezas argentíferas fue tan abundante que, en parte, tuvo que quedar guardado en una bodega.

Durante la cotidianidad de su cautiverio, Atahualpa atendía sentado en su tiana, un banquillo de madera roja que hacía de trono (la cultura inca no conocía los muebles), sin estarle permitido a las visitas mirarlo a los ojos, salvo con su permiso. “Era bien apersonado y dispuesto: el rostro grande, hermoso y feroz, los ojos encarnizados en sangre; hablaba con mucha gravedad, como un gran señor; hacía muy vivos razonamientos, y entendidos por los españoles lo reconocían como hombre sabio”, según la descripción del cronista Francisco de Jerez, que calculó su edad entre 33 y 35 años.

Junto a los españoles se mostraba alegre, llegó a aprender rudimentos de su idioma, aficionándose por el juego de dados y de ajedrez por las lecciones que le brindaba sobre el arte marcial. Pagó una fortuna por un vaso azul de cristal de Murano y a la vez por un gato, felino domesticado desconocido por su pueblo.

La llegada a Cajamarca de Diego de Almagro, socio de Pizarro en la conquista del Perú, a fines de marzo de 1534, con una hueste de 150 hombres, reclutados en Nicaragua y Panamá, significó un momento de quiebre. El motivo de discordia fue que tuvieron aviso de que no tendrían participación en el reparto del tesoro debido a que no habían intervenido en la captura del inca. Mientras este viviera no habría riqueza para recompensar su esfuerzo.

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Atahualpa advirtió que Almagro y el tesorero Alonso de Riquelme, encargado de cobrar el Quinto Real que le correspondía a la corona, le resultaban hostiles y que lo querían ver muerto. Así lo comentó preocupado a Hernando Pizarro y Hernando de Soto, principales capitanes del gobernador, con quienes había amistado durante su cautiverio. Al tiempo, aparecería en el firmamento un cometa semejante a aquel que precedió la muerte de su padre Huayna Cápac, tomándolo como un suceso funesto.

El millonario rescate

El ambiente se trastocó al conocerse del amancebamiento de una prima del emperador que estaba a su servicio con el traductor Felipillo, un indio vulgar (la práctica de la endogamia era común en la familia real). El inca agraviado demandó la inmediata intervención de Francisco Pizarro. Obligado a desprenderse de su moza, el intérprete, personaje intrigante y maligno, se dedicó a propalar el rumor falso de que estaba próximo un ejército quiteño que tenía por misión aniquilar a los españoles y liberar al rehén.

El tesoro, que fue fundido durante largas jornadas, quedó listo para su reparto a medianos de junio. Según el cronista Garcilaso de la Vega, en peso de oro y plata, ascendió a 4,8 millones de ducados venecianos, equivalentes a 850 millones de dólares en la actualidad.

Pizarro, que se resistía a sacrificar a Atahualpa (a quien estimaba), considerando su envío como prisionero a España, cedió a la presión de la mayoría de su milicia para enjuiciarlo por una serie de cargos fraguados: rebelión, herejía, fratricidio y promiscuidad.

Desconcertado y temeroso apeló al cumplimiento de la palabra del gobernador, pero resultó inútil. Fue sentenciado a la hoguera, pena que consiguió cambiar por el garrote vil (asfixia por torniquete) con su conversión de última hora al cristianismo. Al anochecer del 25 de julio fue ajusticiado en la plaza de Cajamarca. Su cadáver sería rescatado por sus leales y llevado a Quito para cumplir con su última voluntad. El lugar de su sepultura sigue en el misterio. Conforme a una antigua leyenda quitu/caranqui mira al volcán Cayambe, cerca del sitio donde nació. (I)

* Miembro de la Academia Nacional de Historia.