Mario León Mata y Manuel Torres Ipanaqué, de 29 y 28 años, se llamaban ‘primos’ sin tener un vínculo sanguíneo. Eran amigos, vecinos del suburbio de Guayaquil que se reencontraron este año –luego de tres meses de no verse– en el pabellón 5 de la Penitenciaría. Ahí se fotografiaron juntos y prometieron, según el tío de Mario, cuidarse entre ellos. Pero no pudieron, los mataron el 28 de septiembre, durante la mayor masacre carcelaria del país.

Ambos llegaron a este centro en diferentes fechas, pero por el mismo delito: el robo de un celular. Manuel ingresó en enero. Lo sentenciaron a dos años de prisión –según el proceso– por asaltar con arma de fuego a una mujer, en la 29 y la Q. Él y otro sujeto la despojaron del teléfono y su cartera, antes de escapar en una moto.

En tanto que Mario fue acusado de robarle el celular a un taxista en abril, cuenta su tío Édison, quien reclama que su sobrino estuvo cinco meses en prisión sin una sentencia. La audiencia preparatoria de juicio fue diferida, según el proceso, dos veces antes de que fuera asesinado.

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Su tío cree que la adicción a las drogas lo llevó a robar. Un año y medio antes, en febrero de 2020, Mario fue apresado por supuesto tráfico de drogas al encontrarle en su monedero 34 sobres con 5,7 gramos de cocaína. Pero, tres meses después, lo declararon inocente luego de confirmarse que era consumidor desde los 15 años.

Su familia intentó varias veces quitarle ‘ese demonio’ en clínicas de rehabilitación y con la oración. Su abuela, quien rogaba a Dios por su sanación, le colocó un altar con imágenes religiosas sobre la cabecera de su cama, que hoy está desarmada en la esquina de la sala.

Édison León, tío de Mario León Mata, muestra el sitio donde dormía su sobrino, asesinado en la Penitenciaría durante la masacre del 28 de septiembre. Foto: Sandra Miranda

En ese espacio que dejó Mario, su tío critica los “oídos sordos” del personal carcelario, pues –asegura– ya se sabía lo que iba a pasar. La última vez que se contactó con su familia fue el mismo 28 de septiembre, a las 22:30, en pleno enfrentamiento de bandas.

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“Él parecía que iba corriendo, cansado, agitado, se oían disparos, explosiones, hasta que se le cortó la llamada”, recuerda su tío Édison de aquella llamada que mantuvo su hermana con Mario.

En cambio, la madre de Manuel, Argentina Ipanaqué, no se enteró de lo que le sucedía. Su hijo Manuel no le contaba nada de lo que vivía en prisión, pero en cada llamada le clamaba: ‘Mamá, sácame de aquí, ya no quiero estar aquí’, cuenta, con los ojos húmedos.

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Manuel, al igual que Mario, también fue declarado inocente por tráfico de drogas en 2017 al confirmarse su condición de adicto. Y en 2018, Manuel cumplió cuatro meses de prisión por el delito de receptación.

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Durante los ocho meses de este año que estuvo recluido, su madre lo visitó solo una vez, el 24 de septiembre, días antes de su muerte. Se abrazaron, conversaron y se fotografiaron. El ‘primo’ Mario capturó esa imagen que atesora en su celular, el cual deja siempre en casa para evitar que le roben.

No quiere perder, asegura, los últimos recuerdos de su hijo, a quien buscó en las casas de salud con la esperanza de encontrarlo con vida.

Yo me hacía pasar en los hospitales que estaba con la presión (elevada) para entrar y valerme de uno de esos chicos que hacen limpieza. Les daba para las colas para que me averigüen y me averiguaron que no (estaba)

Argentina Ipanaqué, madre de Manuel Torres.

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Ella lo buscaba, porque durante su peregrinaje de cuatro días por la Penitenciaría, parque Samanes y el Laboratorio de Criminalística, le decían que su hijo aparecía como “ausente”. Le explicaron que registraban así a los presos que habían escapado de su pabellón.

Pero no fue así. Su esperanza se esfumó el sábado 2 de octubre, cuando acudieron para identificar su cuerpo. Lo reconocieron por el dibujo infantil de Tazmania que tenía grabado en la pierna y por otros tatuajes en los brazos.

Manuel fue asesinado con una puñalada en la espalda. “Gracias a Dios estaba enterito”, dice su madre, mientras seca sus lágrimas, al recordar al menor de sus hijos, su consentido, quien antes de ser detenido le llevaba el desayuno a la casa. Lo hacía a diario, cuenta, antes de abrir su negocio de venta de artículos plásticos en la acera de su vivienda.

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Mario también fue agredido por la espalda. Tenía cortes en la nuca y en el dorso posterior, lamenta su tío, cuya familia le obsequió a la madre de Manuel una camiseta negra con la foto impresa de los dos amigos, un listón negro y la frase “No hay palabras para describir lo mucho que siento tu pérdida”.

Ambos, prisioneros en el vicio de las drogas cuando estaban en libertad, forman parte del 64 % de los detenidos por delitos menores que entre el 2018 y este 2021 han sido asesinados en prisión.

“Quiero que se haga justicia”, exige la mamá de Manuel, quien dejó cinco hijos en la orfandad. Para esta madre, el dolor sigue intacto. “No es comparado con nada”, dice Argentina, aferrada a la voz de su hijo que escucha cada noche en su celular antes de dormir. (I)