Por uno de esos hábitos que automatizan la vida, paso siempre por una esquina de la ciudad donde, al parecer, desde las seis de la tarde, se instala un indigente de mediana edad. Lo he visto llevarse a la boca alimentos indescriptibles, envolver su cuerpo con una especie de toalla sobre andrajos mugrientos, mirar con ojos vacíos los vehículos que circulan. Y a mí me da por pensar.

Pienso en el niño que fue, en el tiempo en que todavía la más cruda realidad no ahoga las ganas de jugar, las risas por lo nimio. Imagino la gradual toma de conciencia que debe haberlo obligado a admitir que para él todo era más difícil y desafiante, que algún malévolo tentador le abrió la puerta de los paliativos narcotizantes, que la rabia, el resentimiento y el despecho lo llevaron a prácticas antisociales, que hijos engendrados al azar se quedaron atrás, que el desempleo lo golpeó en numerosas ocasiones. En realidad, emprendido el proceso de engendrar un personaje, mi imaginación hace lo suyo.

Seres de esta laya pueblan las veredas de nuestro puerto en sitios muy visibles. Vidas deshechas que deben de tener una historia individual, seres con nombre y apellido, que trabajaron toda su vida en lo que saliera; poseen alguna remota cédula de identificación, pero no se acogieron a ninguna seguridad social que apoyara, aunque levemente, su madurez. Allí están. Son el rostro desfigurado de una sociedad que no acompaña a todos sus ciudadanos en su tiempo de retiro, sino que arroja a unos cuantos a las calles, a integrar esa especie de subhumanidad que se encarna cuando se pierde la dignidad.

Parecería que las iniciativas públicas y privadas, creadas para tender la mano al prójimo, no abastecen la terrible realidad del desamparo. Frágiles como somos, la pobreza, la enfermedad y la muerte abruman el horizonte de lo posible, generando una incógnita sobre lo que vendrá a cada concreta vida. A nadie se le oculta que la trayectoria del éxito económico hace mucho más distante la posibilidad del oscuro final: no es lo mismo morir en un hospital de los Estados Unidos que en el borde de una acera, aunque para efectos de la finitud ambos casos ya estén en el lado de lo irremediable. La muerte, esa sí, lo iguala todo.

Sé que hay desamparos más elaborados: el de las pérdidas de los seres queridos, cuando la inmediatez del hecho hace parecer inalcanzable la etapa de la consolación; el que genera la carencia de un empleo y que sitúa al sufriente en el pedregoso camino de la inseguridad; el que se experimenta frente al diagnóstico médico adverso que le pone tiempo probable a la existencia; en fin, los que se sienten ante los golpes que, como dijo el poeta César Vallejo, “…Abren zanjas oscuras /en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte”.

La vida psíquica es tan real como la física: los fantasmas que asoman del interior tienen voces tan insistentes como el griterío de la fiesta. Y podemos asomarnos al borde del desamparo en medio de la multitud, a fin de cuentas cada hombre son todos los hombres (léase, persona). (O)