Vicenta, como muchas personas de las áreas rurales, llegó a Guayaquil hace 46 años en busca de trabajo. Desde entonces se ubicó en la casa de una familia que la acogió bien. En todos estos años de permanencia allí, ese ya no es su lugar de trabajo, sino su hogar. Ha visto morir a varios de sus miembros y nacer a algunos más.

Es muy inteligente y pronto se adaptó a la ciudad, en la que se mueve con total conocimiento de sus calles, sus plazas, su transporte público, las oficinas y dispensarios del Seguro Social, pero nunca pudo aprender a leer y a escribir, se matriculó en uno de los programas de educación de adultos y en su lugar de trabajo lo intentaron tres maestras particulares, por alguna causa social, cultural o fisiológica, no pudo aprender ni a firmar, un día parecía que lo había logrado y al día siguiente no lo recordaba, pero eso nunca fue un impedimento para su vida activa, sobre todo para lo que se relaciona con hacer cuentas, nadie sabe cómo lo hace, pero es muy rápida y sus resultados son siempre correctos.

Se propuso ahorrar y abrió una libreta de ahorros en un banco en la que, como debía ser en su caso, tuvo que registrar su huella digital. Siempre hacía depósitos y casi nunca retiros. Cuando decidió jubilarse, pues estaba afiliada al Seguro Social desde que empezó a trabajar, recibió su cesantía y la liquidación de su jubilación patronal, que también depositó en esa cuenta, a la que se añade la pensión mensual que recibe del IESS.

Ahora está construyéndose una pequeña casa y necesita su dinero. Cuando fue a retirarlo, le dijeron que no podía porque no sabía firmar y que debería darle un poder a alguien, ella preguntaba por qué para dejar la plata no era problema que no supiera firmar y para sacarla sí, pero preguntó qué era un poder y dónde se hacía y lo hizo, dándole a su nieta la capacidad de manejar su cuenta; cuando volvió al banco le dijeron que no, que necesitaba hacerlo de acuerdo a un formato que le dieron, fue a otra notaría a cumplir ese requisito. En el banco recibieron el poder, registraron la firma de la nieta y le dijeron que volviera en una semana, desde entonces han pasado cuatro y cada vez recibe una postergación. Le dicen que esperan un informe del departamento legal y, claro, ella sigue esperando su dinero. Así son los trámites le dicen.

Escribo esto porque es un ejemplo de cómo la burocracia concibe los procesos, totalmente ajenos a que involucran personas, de las cuales vulneran sus derechos. En este caso, me pregunto algo más: las personas que por alguna razón, casi siempre ajenas a su voluntad, son analfabetas, ¿merecen ser discriminadas y sus trámites postergados una y otra vez? ¿Es que la tan publicitada atención al cliente se ha deteriorado en lugar de mejorar? Hace ya muchos años fueron muy diligentes para abrirle la cuenta y hoy no acaban de tramitar la entrega de su dinero. Vicenta, que aprendió tanto de la ciudad y sus instituciones, no encuentra la razón, y como es posible que no sea la única, me pareció oportuno poner en evidencia esta experiencia. (O)