Luces, villancicos, compras, ventas, regalos, cenas, alboroto. Es claro, llegó la Navidad.

Evidentemente es una fiesta, un festejo y el motivo es que se conmemora que hace más de dos mil años, un hombre y una mujer embarazada viajaban hacia Belén para empadronarse, como lo había ordenado el emperador César Augusto, cuando llegó el momento del alumbramiento y Lucas lo cuenta: “Sucedió que cuando ellos estaban allí, se le cumplieron los días del alumbramiento y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre porque no tenía sitio en el alojamiento”. Solo eso y, sin embargo, millones de seres humanos en diversas partes del mundo conmemoramos ese hecho.

Para los cristianos, ese niño es el Hijo de Dios, Dios y Hombre, en el cual la esencia de la divinidad y la esencia de la humanidad se hacen una. Pero ¿eso es todo? No, el niño de Belén creció y se convirtió en Jesús de Nazaret, un hombre hijo del carpintero que se atrevía a decir cosas diferentes, que hablaba de la libertad, en un lugar y en un momento en que el pueblo judío, al que pertenecía, era víctima de la opresión del imperio romano, que decía a quienes lo escuchaban que la verdad los haría libres, que hablaba en parábolas, en las que más de una vez salía el tema de la justicia y que se atrevía a contestar la pregunta capciosa, que el mayor mandamiento es amar a Dios sobre todas las cosas, pero que había otro igual al primero: amar al prójimo como a sí mismo. El amor es el centro de su predicación. Que creía en la fraternidad de los seres humanos y lo expresaba en la oración que enseñó: padrenuestro. Entonces, se volvió un hombre peligroso para la estabilidad del imperio en la zona y para la de los propios sacerdotes. Pero la gente lo seguía y eso también lo convirtió en sospechoso y subversivo, hasta conducirlo a la muerte y muerte de cruz.

Conmemorar el nacimiento de Jesús en Belén es para los cristianos la oportunidad de reflexionar sobre lo que significa serlo, que es mucho más sencillo de lo que parece, pero mucho más difícil, porque, en resumen, lo que Jesús pidió a sus discípulos es amar al prójimo, practicar la justicia, buscar la paz, defender la libertad y vivir siempre en la verdad. Es todo un proyecto de vida, un compromiso existencial, una manera de vivir día a día.

Para los que no son cristianos y no reconocen la dimensión religiosa de lo que se inició en Belén, les queda reconocer que su legado se expresa en principios de convivencia universal que bien podrían conducir a un mundo diferente y que el hecho de que un humilde hijo de carpintero haya marcado un antes y un después en la historia de la humanidad, podría ocurrir nuevamente, si los cristianos y los que no lo son pero creen en la justicia, la libertad, la fraternidad y la verdad como bases de la sociedad, viviéramos de acuerdo a ello.

Son reflexiones navideñas. Feliz Navidad, amigo lector. (O)