El fin del año 2017 no fue diferente. Para despedirlo hubo abundancia de juegos pirotécnicos, autorizados y no autorizados; comprados donde importadores o de fabricación casera, utilizados con precaución y también sin ningún cuidado.

Tampoco fueron distintas las consecuencias: personas, especialmente niños, quemadas, con problemas auditivos y lesiones oculares irreversibles.

Un médico de la Unidad de Quemados de un hospital infantil afirmaba: “No hay pirotecnia segura”, y recomendaba algunas precauciones: “Es fundamental que los niños no manejen de manera alguna estos artefactos y los adultos deben respetar las instrucciones para su uso”.

Consejos como los que anteceden y otros, contenidos en algunas campañas, tampoco fueron diferentes.

Año tras año somos advertidos de los peligros que entraña el uso de camaretas, metralletas, tumbacasas, silbadores, volcanes, rosas chinas, oki, osamas, gorilas y tortas, y año tras año sucumbimos a la tentación de tener el año viejo que más ruido hace, o los juegos que mejores luces emiten, con cuidados o sin ellos. No importan los riesgos, siempre pensamos que a nosotros no nos pasará nada y a veces, es así, no le ocurre nada al que disfruta del ruido, de las luces, del humo, pero cerca hay alguien que resulta lesionado y puede ser que con daños sin remedio. Entonces lamentamos la mala suerte de la persona, pocas veces relacionamos su estado con nuestra responsabilidad.

¿Cuál es la solución? Podrían proponerse varias, pero desde mi punto de vista, confío en que hay una que sería duradera. Y es trabajar, siempre, todo el año, en educación para la vida en comunidad, de tal manera que entendamos que no vivimos solos, que estamos en un barrio, una ciudad, un país, un planeta y que mucho de lo que hacemos impacta a los demás. Entonces, no hará falta la autoridad vigilante de que se cumplan las normas, a sabiendas de que apenas desaparece se irrespetan. Simplemente, todos estaríamos trabajando para hacer que la vida sea más fácil y agradable para todos.

Si estuviéramos educados para vivir en comunidad y respetar a los demás, no habría basura en las calles fuera de las horas de recolección, no habría vehículos en doble y hasta en triple fila porque allí necesita estacionarse quien los conduce, no tendríamos que soportar el ruido de equipos de sonido a altísimo volumen, uno junto al otro en los sectores comerciales, no nos encontraríamos con vehículos estacionados sobre las aceras, nadie destruiría las plantas y el mobiliario urbano de los parques, ningún ciudadano irrespetaría las colas en los lugares de servicio público.

La familia y la escuela son los responsables de educar a sus miembros y, por supuesto, diversas instituciones deberían colaborar en campañas específicas, no en una fecha determinada, sino siempre.

Si nos propusiéramos esto, hasta nos preguntaríamos si el placer individual de tener la mejor metralleta del barrio o las luces más vistosas vale el precio de la mano o el ojo de un niño. (O)