Con mi familia, nos gusta ver películas de la vida real, en el cine o en Netflix que, con innovación, produce historias desarrolladas en otros países, mostrándonos diversidad de culturas, experiencias de vida que nos permiten soñar con visitar preciosas ciudades y paradisíacos parajes; sin embargo, nada es más vibrante que experimentar historias reales en nuestro maravilloso Ecuador y, parafraseando a García Márquez, “vivir para contarlas”.

Muchas historias a lo largo de mi vida laboral-empresarial me han impresionado, enseñándome lecciones de vida que me sirven para comprender mejor a mis semejantes y aportar al bienestar común, siguiendo principios cristianos.

Una de las más impactantes fue cuando trajeron a mi oficina un neonato, abandonado por su madre en un baño del edificio donde trabajo. Soy padre de 4 hijas y al ver a este lindo, pequeño e indefenso ser, me quebré y no sabía qué hacer; pensé adoptarlo para darle cariño, protección y oportunidades de ser alguien en la vida, pero el procedimiento legal estipulaba entregarlo a la Dinapen y, aunque hicimos un seguimiento, nunca más supe de él.

En otra ocasión, habían embarcado en un bus interprovincial a un adulto mayor que parecía tener demencia senil, él cargaba su maletita y lucía feliz. Al conversar, se notaba perdido, ni siquiera sabía su nombre. Lo alimentamos y llamamos a la Policía para que lo ubique en un asilo. Realizamos el seguimiento respectivo y comprobamos que seguía bien.

Por último, un día al salir de mi trabajo cerca de las 20:00, en recepción encontré personal de seguridad con una joven de unos 30 años. No se entendía lo que decía, excepto su nombre; no tenía identificación, ni podía decir a quién llamar. Pensamos que tenía problemas mentales, pero por responsabilidad, mi equipo de operaciones y seguridad no podía dejarla ir. Se llamó a la Policía Nacional, al Ministerio de Inclusión Económica y Social, al Instituto de Neurociencias, pero ningún funcionario o institución pública querían hacerse cargo de ella.

A las 23:00, gestionamos que la reciba el Instituto de Neurociencias, donde le hicieron una primera evaluación. La profesional de turno me dijo que ella no necesitaba estar en ese lugar y que la llevemos al Hospital del IESS para valoración médica. Con la Policía, la trasladamos en ambulancia, la evaluaron y al siguiente día publicamos la noticia en las redes sociales. Su hermano se enteró y fue a buscarla al hospital, donde la encontró sana y salva.

Estas son historias impactantes, que mueven a pensar que el ser humano es bueno, que estamos en la Tierra para ser solidarios con el prójimo. Siempre recuerdo a Carlos, un adulto mayor sordomudo, quien me saludaba todas las mañanas con alegría, –y en su pobreza– me regalaba un periódico, que yo no aceptaba, pero siempre insistía… Un día, como no lo veía, pregunté por él y me dijeron que había fallecido. Doña María, vendedora de periódicos, también me regala uno cada vez que me ve –me apena–, pero insiste y me da las gracias por “dejarla trabajar”; no he visto gente más generosa que estas personas y, gracias a Dios, he vivido para contarlo.

Me encuentro también con pequeñas empresarias que tienen su isla de confitería, que en ocasiones me piden ayuda; una de ellas, doña Martha, un día me dijo: “Después de Dios, usted, señor Salgado”. Me conmovió tanto, que hasta ahora recuerdo esa frase que me hace reflexionar sobre la esperanza que depositan las personas en quienes tenemos capacidad para ayudarlos a mantener su medio de vida, su trabajo, que tanta falta hace en el Ecuador.

Viktor Frankl en su libro El hombre en busca de sentido y Howard Schultz en el suyo Desde cero cuentan historias reales sobre la solidaridad humana, como cuando en un dormitorio de un campo de concentración, solo entregaban una cobija, que por bondad de quien la recibía era compartida por todos. El doctor Frankl cuenta cómo sobrevivió, manteniendo la esperanza de reencontrarse con su hija y su esposa, aunque ambas fallecieron en el holocausto.

Me eduqué en un colegio salesiano y, posteriormente en la Universidad de Navarra, y al igual que yo, hay ecuatorianos con posibilidades –bien sean políticos, empresarios, educadores, obreros o profesionales– que estamos obligados a mantener viva la esperanza para que los más necesitados y desamparados encuentren trabajo digno para mantener a sus familias; que niños y niñas, mujeres, ancianos, personas con enfermedades catastróficas reciban la protección y los cuidados que merecen.

Los municipios podrían emitir ordenanzas para financiar programas sociales y que sus instituciones superavitarias donen hasta el 10% de sus superávits. El presidente Moreno podría emitir un decreto para que las fundaciones privadas sin fines de lucro reciban donaciones sujetas a rebaja del impuesto a la renta aplicable a sus donantes, hasta en un 3%; así el Ecuador será un país con más esperanza, y en la siguiente década podremos vivir para contarlo. (O)

* Consultor empresarial.

Los municipios podrían emitir ordenanzas para financiar programas sociales y que sus instituciones superavitarias donen hasta el 10% de sus superávits...