Los pocos casos que han salido a la luz sobre el maltrato estudiantil por parte de docentes a estudiantes con discapacidades en Ecuador no dan cuenta de sus manifestaciones más frecuentes, empezando por la clásica expulsión del aula, seguida de la amenaza y la reprimenda, pasando por las estigmatizaciones y alusiones, y terminando en la indiferencia. Aunque no hay datos, es claro que si el Ministerio de Educación no actúa adecuadamente en los casos más dramáticos, como en la reciente denuncia de Rescate Escolar sobre un niño de 5 años con autismo lastimado periódicamente frente a sus compañeros, quedan pocas esperanzas de que lo hagan en el día a día.

En nuestra cultura es usual decir que nadie se murió porque los profesores fueron “firmes”, un eufemismo para denotar cierto grado de sadismo que frecuentemente parece requisito de esta profesión. Y no falta el pintoresco grupo de padres que agradece al profesor del colegio Mejía por pegar a sus hijos, o los estudiantes que se unen al coro de halagos. No sorprende entonces que los compañeros de este niño no hayan contado, alarmados, lo ocurrido en casa o, si lo hicieron, que los adultos no se hayan sentido aludidos porque nadie quiere “problemas” o porque ellos mismos maltratan a sus hijos.

Aunque las cifras varían entre estudios, se estima que en promedio una de cada 160 personas en el mundo tiene un trastorno del espectro autista, TEA, una discapacidad de desarrollo debida a una afección neurológica. Se cree que el continuado incremento estadístico se debe más a las mejoras en su identificación que a otras causas, pero no se descartan factores ambientales. Asimismo, aunque por cada niña hay cuatro niños diagnosticados con TEA, es posible que las mujeres no son diagnosticadas acertadamente y por tanto permanecen subrepresentadas en las estadísticas.

En nuestro país tenemos, primero, deficiencias en el diagnóstico, tratamientos y terapias de TEA; segundo, limitaciones conceptuales en el sistema educativo para planificar y controlar su atención desde los ámbitos central y distrital, y en el aula; y, tercero, regulaciones que propician la exclusión como la medición del éxito institucional por pruebas estandarizadas, lo cual exige poner más atención en el aprendizaje académico y en los estudiantes que las rinden. Además, el manejo de las necesidades educativas especiales y la inclusión educativa están gravemente fragmentados. Capacitaciones por aquí, folletos por allá, rotación permanente de personal, y subsecretarías y direcciones que tienden a regentar su metro cuadrado.

En este contexto, es imprescindible que el Ministerio de Educación se plantee seriamente cómo atender efectiva y coordinadamente a todos los niños y jóvenes con diagnóstico de TEA, y en especial aquellos que están siendo o pueden ser violentados por sus profesores incluso de manera socapada. Para ello, necesita mucha claridad sobre lo que puede y debe exigir a las instituciones educativas en materia de habilidades docentes, y los mecanismos para que el sistema en general y por tanto el aula aprendan a aceptar mejor las diferencias. De manera urgente debe definir públicamente y al alcance de todos los mecanismos existentes para atender las necesidades educativas especiales sin esperar al siguiente escándalo.(O)