“¿Por qué un hombre de 88 años elige aceptar el encargo más delicado del presidente de la República (quien prefirió no asumir esa responsabilidad directamente), en lugar de disfrutar apaciblemente de su retiro hasta el momento de reunirse con su Creador?”. Es la versión más amable de la pregunta que se hace mucha gente en este país ante la (in)esperada muerte de Julio César Trujillo al final de su función en la dirección del CPCCS. “¿Por qué un viejo enfermo se mete a tomar decisiones arbitrarias que no le corresponden y a participar en manifestaciones cuando ya no puede caminar, en lugar de sentarse a esperar la muerte en silencio, como todos los viejos?”. Es la versión más inamable de la misma interrogación.

Porque él escogió morir en su ley. Es decir, sosteniendo una consecuencia inusual con su vida y con su deseo hasta el fin de sus días.

No lo conocí personalmente, y nunca voté por él. Sabía de su carrera, su ideología, su trabajo por los pobres, su fe religiosa y sus vicisitudes en el campo de la política ecuatoriana, solamente por las noticias de la prensa y las entrevistas en la televisión. A la vuelta de los años, JCT estaba en la primera línea de la Comisión Anticorrupción, una organización no gubernamental, junto con otras personas de su edad y de su generación, para denunciar los crímenes de los funcionarios públicos contra el Ecuador. A la vuelta de mis años, me cuestiono por qué en este país adorador de la juventud, y donde la hebocracia chapucera, petimetre y arrogante copó las funciones del gobierno anterior, algunas personas de la llamada tercera edad parecerían constituir el sector más progresista y contestatario de nuestra vida política. ¿Será porque la proximidad del final nos pone ante la alternativa de enfrentar aquellas verdades que evitamos a lo largo de nuestra existencia, o de seguirlas eludiendo hasta la muerte?

Al final de su existencia, JCT asumió una tarea que nadie quería: la de iniciar un proceso de depuración de nuestras instituciones de control, deponiendo funcionarios y denunciando públicamente los atracos. Una tarea que ningún político de ninguna ideología realiza en este país, donde la cobardía y la evitación de las responsabilidades que se travisten de “respeto al orden constitucional” son la norma de nuestra clase política, y probablemente de toda nuestra pusilánime idiosincrasia ecuatoriana. A aquello que él ripostó contra la horda maledicente (“Soy viejo, pero no ladrón”), podríamos añadir que jamás fue un cobarde irresponsable e inconsecuente con sus creencias. Podemos estar en acuerdo o en desacuerdo con su posición o con sus decisiones, podemos acusarlo de un exceso apasionado en el ejercicio de su última función, podemos creer que fue imprudente al embarcarse en una tarea que lo llenó de presiones y precipitó su final. Pero jamás podemos acusarlo de que esquivó la vida y las responsabilidades que eligió a lo largo de ella, y de que no confrontó a la muerte con gracia y con sabiduría. Es decir, JCT encarnó aquello que jamás se podrá decir de ninguno de sus insultadores.

Paz, honor y merecido descanso eterno en la tumba del Dr. Julio César Trujillo. (O)