En febrero 2019, un editorial escrito por Joanna Hellmuth, neuróloga de la Universidad de San Francisco, y publicado en la revista JAMA (Journal of the American Medical Association), se refería a la peligrosa proliferación mercantil de productos que se ofrecen para mejorar la memoria y prevenir enfermedades del cerebro, y al riesgo al que los pacientes vulnerables están expuestos al creer y consumir dichos productos sin que exista evidencia científica que los respalde. Esta práctica deshonesta de la medicina se ha ido generalizando mundialmente, y el artículo hace un llamado a los profesionales a retomar la conducta ética a la que los médicos estamos obligados.

La seudomedicina se refiere a los suplementos e intervenciones que existen legalmente y se promocionan como tratamientos “científicamente comprobados”, pero que carecen de eficacia creíble. Para obtener ganancias financieras, quienes practican la seudomedicina se valen de las preocupaciones que las personas tienen por su salud.

En el caso de ciertas enfermedades neurológicas, la seudomedicina se aprovecha de la indefensión de pacientes con enfermedades crónicas, algunas de ellas incurables hasta el momento. Con la etiqueta de que “no hacen daño”, de que son “remedios naturales” o de que es “mejor que nada”, pacientes y familiares, angustiados por encontrar una esperanza o solución, caen en la vorágine informática, cada vez más accesible para todos. Es suficiente escribir el nombre de un síntoma para que cualquier navegador de internet o YouTube nos muestre innumerables sitios para visitar y llenarnos de información de diferente y dudosa procedencia. Una gran mayoría son testimonios personales o entrevistas a quienes –se dice– “se han beneficiado con tal o cual medicina”. Los reportes anecdóticos no constituyen evidencia científica y es común que dichas publicaciones carezcan de la rigurosidad que la ciencia exige, ya sea por el diseño del estudio, por errores en el muestreo o por los métodos estadísticos utilizados. Muchos de estos trabajos terminan publicándose en las llamadas “revistas predatorias”, cada vez más conocidas en el mundo médico y cuestionadas en el mundo de la investigación.

Hay mucho temor e incertidumbre en general por el envejecimiento de nuestro cerebro. Las fallas en la memoria y la posibilidad de desarrollar alzhéimer u otro tipo de demencia aterran a cualquiera. Es común ver en la consulta cómo los pacientes gastan sus recursos en estas seudoterapias con la esperanza de protegerse de la enfermedad. Recuerdo a una paciente que me mostraba una bolsa con once productos que consumía al mismo tiempo: las clásicas vitaminas, las células madre, los supuestos inmunorreguladores, calcio, magnesio y, ahora de moda, el aceite de coco. No solamente que no sirven, sino que también pueden hacer daño, como es el caso de las vitaminas tomadas en exceso o de aquellas hierbas que interfieren en la coagulación normal de la sangre. La paciente estaba sana, pero las tomaba por “prevención”. Otras personas, en cambio, caen en intervenciones más costosas como oxigenoterapia, terapias de quelación o sustancias intravenosas promocionadas como curativas o preventivas.

Es nuestro deber como médicos alertar a nuestros pacientes y a la comunidad en general sobre estas prácticas engañosas, no éticas, a veces peligrosas, de quienes estafan y comercian con el dolor humano. (O)