Después de vivir tantos años fuera de Ecuador, uno de mis placeres es escapar de Quito o Guayaquil y recorrer pequeñas ciudades y pueblos. Costumbre cultivada por mi padre que me llevó a rincones inesperados, y que imito mal y a medias: él siempre tenía algún amigo, conocido o colega. Eso permitía conocer mejor un lugar por su gente. Quizás el mundo ahora es más asequible, o así lo parece, porque se lo puede rastrear y seguir por otros medios, frente a un mundo menos conocido y más grande, donde era indispensable un punto de contacto. De una u otra manera, el espíritu del viaje es el mismo: lanzarse, escapar de lo que Josep Pla llamaba el malestar de la proximidad. Y si a esto se suma un periodo de vacaciones, el escenario está dispuesto para esta fuga. Llevo conmigo libros que no leeré y libretas donde no apunto prácticamente nada. Pero la observación se vuelve intensa y la mente quiebra sus rutinas con minúsculas revelaciones. Así que una vez más me subo al auto y me marcho de Quito, tomo la Panamericana y voy hacia el sur.

Las carreteras han mejorado notablemente, amplias autopistas donde el tiempo se acorta que uno se pregunta cómo fue posible haber tardado tanto, años atrás, en un recorrido que ahora requiere menos horas. En parte porque uno se detiene menos, y esto se debe a que el paisaje de pueblos y paradas se ha reducido por autopistas que los rodean y eluden. Supero los alrededores del volcán Cotopaxi y ya no veo Latacunga ni Salcedo, y por seguir pasando ni siquiera veo Ambato, porque no está en mi destino puntual, y si veo Riobamba es porque busco detenerme ahí. Bajando de los Andes a la Costa, sí paso por los pueblos todavía inevitables –Bucay, El Triunfo– y luego un gran giro para entrar a Guayaquil y sé que ya no veo otros puntos que antes eran habituales. Los viajes también eran más largos porque había más lugares donde detenerse, y los autos no tenían la misma cómoda amortiguación y los asientos tan ergonómicos. Era aburrido e incómodo quedarse en ellos demasiado tiempo.

Paso Guayaquil rumbo a la playa y aquí es donde los pequeños pueblos se han vuelto fantasmas. Ya lo eran pero ahora son fantasmas dobles: ni siquiera veo Cerecita, y por no haberla visto tanto tiempo su nombre se me revela en su inmediatez –¿una pequeña cereza?, me pregunto, y dudo si sea correcto–. Más adelante, cuando sospecho que veré el pueblo de nombre más irónico –Progreso– donde se divide la ruta que va hacia Salinas o hacia Playas, ya no veo nada. ¿Dónde quedó Progreso?

Llego al mar. Está ahí, idéntico a sí mismo. Quizá en el pueblo costero hay mejores malecones, o al fin hay uno, o hay un centro comercial, cines, tiendas como en las grandes ciudades. Hay más calles asfaltadas. Si no fuera porque observar el mar es intemporal –estupendo amor amar el mar, escribió el poeta Eielson–, diría que la nostalgia empieza a revolverse dentro de mí contra la mejora o modernización de tanta ruina de la que siempre me quejé y que ahora extraño, no tanto porque pretenda considerar lo anterior por más auténtico que lo actual sino porque simplemente es lo que conocí. Sería un error quejarse. Eso precario que me tocó vivir se perdió. Sin embargo, todavía sigue allí. Basta mirar dos o tres calles paralelas a la principal. O subirse a microtaxis de tres llantas fabricados en la India que no necesitan más descripción. Si no quisiera observar nada, hay mucho en donde ocultarse o enceguecerse.

Pienso entonces en Cortázar. En su último gran libro: Los autonautas de la cosmopista. Como ocurre siempre, el diálogo entre la realidad y la literatura organiza mi percepción. Cortázar decidió viajar por la gran autopista de París a Marsella, que toma algunas horas, pero él se tardó semanas. El asunto no era llegar, sino detenerse en cada una de las estaciones de paso junto a su pareja, la escritora Carol Dunlop. Viajeros ilustrados de fines del siglo XX, su viaje estaba transformado por la diferencia, es decir, por el acto de diferir la llegada. Lo que debía ser invisible –todas las estaciones de paso, salvo una o dos, donde se repostaba o se iba al baño– pasaba a primer plano. Los autonautas de la cosmopista es un libro de la vida desacelerada frente a la carrera de la muerte. Ni Cortázar ni Dunlop podían sospecharlo: ella moriría meses después de ese viaje y él la sobreviviría poco tiempo más.

No sé qué pasará con los pueblos o ciudades que ya no se ven desde la autopista. Si bien algunos desaparecerán por completo, el viajero de paso es menos importante para ellos de lo que se podría suponer. Tendrán otra vida, quizá más rica, o al menos menos pasajera, abrirán otros circuitos, y el viajero es quien se los pierde. Ese destino final, el mar, seguirá siendo el mismo, intemporal e indomable, pero el viajero no es el mar, sino quien lo contempla, y al verlo deberían reverberar en aquel todos los puntos previos que permitieron llegar a sus límites.

Así que doy media vuelta, dejo el mar a mis espaldas y, dispuesto a volver a mi punto de partida, sé dónde quiero detenerme. Me alejaré de la autopista para entrar en ese pueblo llamado Progreso –que no es metáfora ni exageración para quienes no lo conocen, así se llama– y sabré qué pasó con él, en qué se ha transformado, qué ha ganado o perdido, y sí, solo de esta manera, sabré en qué se convierte el Progreso y su idea feroz de velocidad y ceguera, de rapidez y olvido, de convicción por un futuro que se supone mejor, pero que nada asegura que sea la ruta perfecta para dejar atrás o no ver el delirio y la destrucción. (O)