Hace más de 20 años, cuando era estudiante universitaria, el profesor de Realidad Nacional nos puso como tarea visitar algunas comunas costeras para conocer cómo se vivía el Día de los Difuntos fuera de Guayaquil.

Salimos de la ciudad en grupos y, al llegar, empezamos a tocar puertas explicando nuestra presencia. Temí que nadie nos recibiera y que nuestra misión fuera un fracaso, sin embargo, nos encontramos con gente amable que, sin dudar, nos invitó a pasar para compartir “la comida del finadito”. La primera vez que una señora nos dijo eso me sorprendió mucho, pero efectivamente, habían reservado un espacio en la casa protegido con un toldo para evitar que las moscas se acercaran, debajo había un mantel sobre el cual descansaba todo tipo de comida, desde piqueos hasta platos típicos, mariscos, dulces, algunas cervezas y pequeñas botellas de aguardiente. También se escuchaba la música preferida del “homenajeado”; en cada casa variaban los platos, las bebidas o la música, pero lo recurrente en cada hogar visitado fue que todo se hacía con amor, “para que esté contento donde sea que esté viviendo ahora”, decían. Regresé a Guayaquil con un sentido más completo del concepto “tradiciones familiares”.

En mi familia, mis cuatro abuelos ya no están con nosotros, sin embargo, cuando escucho sobre ciertos movimientos políticos y sus orígenes, recuerdo a mi abuelo Rafael; cuando como torta de maduro, vuelvo a ver a mi abuelita Olga radiante y sonreída con los brazos abiertos para recibirnos, especialmente porque ver a mi papá la hacía feliz. Cada vez que compro plantas para mi casa, recuerdo el jardín de mi Queíta, donde había un limonero, un espacio grande para su rosal con rosas diversas, orquídeas que lograba mantener florecidas más tiempo del usual, un grupo de minicactus, entre algunas flores varias, y hasta el día de hoy, cuando tengo un evento que me genera ansiedad por su importancia, me pongo un collar de perlas que me regaló mi abuelo amado para mis 15 años, aunque él nunca pudo vérmelo puesto, cuando lo uso, siento que está conmigo.

En consecuencia, creo que la muerte no desaparece a los miembros de la familia, al contrario, estoy convencida de que los convierte en historias que acompañan y educan a las generaciones siguientes, viven permanentemente en nuestros recuerdos y en cada enseñanza que aplicamos durante nuestra cotidianidad. Además, la mejor forma de honrar a quienes ya no están es replicando lo positivo que nos enseñaron. Emular su ejemplo, reproducir sus virtudes.

Tengamos presente que la vida puede terminar rápida e inesperadamente, no esperemos a que algún conocido o ser querido fallezca para reaccionar, mejor empecemos desde ahora a trabajar en un legado para quienes nos rodean. ¿Cómo queremos ser recordados? ¿Qué cambios positivos estamos aportando a la sociedad o a nuestra familia?

Finalmente, hoy rememoro la visita a esas comunas visitadas hace tantos años, porque aprendí que a nuestros difuntos debemos recordarlos con amor, respeto, alegría y agradecimiento. Así que me quedo con las palabras de Mario Benedetti: “Después de todo, la muerte es solo un síntoma de que hubo vida”. (O)