Primero sus padres: en la América que poblaron, tenían altos conocimientos en medicina, arquitectura civil y religiosa, astronomía, eran virtuosos del arte. Vivían, hasta que la conquista española les dio el zarpazo, sedienta de oro. Menos de 100 años después de la llegada de Colón, su rey declaró que un tercio de los indígenas del continente habían sido aniquilados, que las mujeres mataban a sus hijos para salvarlos del tormento de las minas. Los nativos constituían la mayor fuerza de trabajo hasta entonces, que hizo posible una inigualable concentración de riqueza. El insigne sacerdote Bartolomé de las Casas decía que aquellos preferían ir al infierno para no encontrarse con los cristianos en el cielo.

Idos los invasores, el yugo a los indios se mantuvo, ahora ejercido por los criollos. En los tiempos de García Moreno, el puruhá Fernando Daquilema comandó una sublevación de miles de naturales contra la sobrexplotación de su fuerza de trabajo y los diezmos. Querían un gobierno que dejara de oprimirlos. Toman varios poblados, apresan a cientos de ellos. Daquilema se entrega después de que los oprimidos deponen el levantamiento y es ejecutado al son de tambores, sin pedir ninguna gracia. El santo del patíbulo expresó: “No vacilaré en pasar por las armas a los sempiternos enemigos del orden”.

Dolores Cacuango, tomando para sí los dolores de su pueblo, bebió de la misma fuente de Daquilema. Su bandera de lucha era la creación de las escuelas indígenas, “para que el blanco no nos engañe más”, para preservar la cultura de sus ancestros. Pero el blanco no quería que se eduquen, no les pagaban las horas extra, nada a las mujeres. Hubo huelgas y la fuerza pública asesinó, la misma historia de siempre, aquí y allá. El tesón de Dolores, con el apoyo de Nela Martínez, logró crear dichas escuelas. Con ella fundó la Federación Ecuatoriana de Indios.

Los pongos de Bolivia –hoy gobernada por uno de ellos– comían las sobras de los alimentos que dejaban los perros. Los nativos americanos se hincaban para dirigir la palabra a los blancos, se apartaban de su camino para darles paso, cargaban para ellos y los mestizos, hasta hace poco, grandes bultos. Avisos de periódico en 1956 anunciaban la venta de predios con indios adentro.

La literatura también ha reflejado el drama y la brega. En el conmovedor poema “Boletín y elegía de las mitas”, de César Dávila: “A Melchor Pumaluisa… cortáronle testes. Echaba a golpes chorro de ristre de sangre”. “Y a yacer con Viracochas nuestras flores de dos muslos, para traer al mestizo y verdugo venidero”. “Sin paga, sin maíz, sin runa-mora, ya sin hambre de puro no comer…”. “Hice la tela con que vestían cuerpos los Señores, que dieron soledad de blancura a mi esqueleto”. “…tú bocabajo mitayo, cuenta cada latigazo. Yo iba contando… Así aprendí a contar en tu castellano… En seguida, levantándome, chorreando sangre, tenía que besar látigo y mano de verdugos. “Dioselopagui, amito”. “Vuelvo, álzome, levántome después del tercer siglo de entre los muertos”.

En la novela Huasipungo de Jorge Icaza, que tanta conciencia también creó, vemos que los indígenas son desalojados de sus viviendas y tierras para construir una carretera. Le piden suplidos al patrono, pero este los niega, quien abusa de la mujer de Andrés Chiliquinga, el protagonista principal. Ella muere por comer la carne podrida de un toro, que el patrono se rehúsa darles. “El cielo para la Cunshi”, clama Andrés, quien roba una vaca para pagar su entierro, el único que le garantiza el cielo, le ha asegurado el señor cura. Al grito de “Ñucanchic (nuestro) huasipungo”, se levantan los naturales. En los círculos altos se grita: “Que maten sin piedad a semejantes bandidos”.

¿Cuánto ha cambiado todo aquello? En 1990 se alzaron los indígenas, entre otras demandas, por su derecho a la tierra, concentrada en casi el 50 % en el 4 % de propietarios, a pesar de las leyes de reforma agraria de las décadas del 60 y 70. Tomaron tierras de las que habían sido despojados. Lograron el reconocimiento del Estado plurinacional. Después, bandas criminales formadas por los terratenientes sembraron el terror. Debido a una epidemia de cólera no se permitía entrar a los naturales a algunos lugares. Se suspendieron los diálogos con el Gobierno “por la poca atención del régimen”.

Y ahora, por un decreto del gobernante, que aseguró no derogaría, volvieron a levantarse los indígenas, obteniendo tal derogatoria. ¡Era posible!, nos hubiera ahorrado los muertos que cargamos con los protestantes, los heridos, los detenidos, los saqueos, los atentados a los bienes públicos y a ambulancias –en los que evidentemente actuaron infiltrados–, el desgarramiento nacional. Pero otras cosas también se levantaron: el racismo, el doble rasero que pretende castigar a las víctimas de la exclusión, defensoras de los derechos de todos, mientras exculpa a los responsables de la represión. No hubo delitos de rebelión y terrorismo. Terroristas son los que hambrean al pueblo, criminalizan su derecho a la protesta y desprestigian a sus líderes. Me inclino ante quienes dieron la mano a sus hermanos indios. “Ha llegado el momento de unir todos los trigos y amasar nuevos panes”, dice la Iglesia de los Pobres en Chimborazo. (O)