El gobierno de Irán es una brutal dictadura, una de las teocracias más retrógradas y violentas que existen en la actualidad. El gobierno de Ayatollah Khamenei, al igual que el de su predecesor Ruhollah Khomeinim, sistemáticamente viola los derechos humanos más elementales, en especial el de mujeres, minorías religiosas, y grupos LGBTI. A todas luces, el régimen iraní es un régimen despótico, que idealmente debería desaparecer al igual que cualquier tiranía. Sin embargo, pese a que no falten razones para derrocarlo, si hay algo que nos enseñó la catastrófica experiencia de Estados Unidos en Irak, es que la “liberación” de un pueblo mediante una intervención extranjera no es algo sencillo ni limpio, acarreando repercusiones imprevistas con un alto costo humano. Oponerse a un conflicto en Medio Oriente no significa apoyar al gobierno de Khamenei, sino simplemente reconocer que la situación en la región es en extremo compleja y delicada, por lo que toda intervención debe de ser calculada fría y metódicamente.

Lamentablemente, el presidente norteamericano, Donald Trump, está lejos de ser el tipo de persona que uno describiría como “frío” y “metódico”. Más bien todo lo contrario: si hay algo que el mandatario estadounidense ha demostrado una y otra vez es su actuar errático, inestable y su total falta de tacto al momento de abordar situaciones complejas. El asesinato del general iraní Qasem Soleimani parece ajustarse a ese patrón errante, poco calculado y altamente peligroso, que caracteriza la política trumpista. La política del mandatario respecto a Oriente Medio, hasta la fecha, denota una falta de planificación estratégica seria. Basta solo con hacer memoria para recordar que hace pocos meses, en junio del año pasado, Trump ordenó un ataque militar sobre Irán solo para arrepentirse diez minutos antes de que este se ejecute.

Uno no puede sino sospechar de que las motivaciones del presidente estadounidense están relacionadas con factores de política interna, concretamente, con las próximas elecciones y el juicio político iniciado en contra suya. Un conflicto en Medio Oriente permitiría a Trump distraer al electorado de sus problemas domésticos, a la vez que podría aprovecharse del inflado sentido de patriotismo que todo conflicto bélico despierta. En efecto, un conflicto armado le permitiría al mandatario americano jugar precisamente el papel que mejor le sale: el de “hombre fuerte y decidido” que no está dispuesto a transar con nada ni nadie para alcanzar sus metas, sin importar los costos. Trump es un hombre de pensamiento y retórica primitiva, que apela precisamente a los instintos más primitivos del electorado para ganar. Un escenario militar donde “nosotros los buenos” peleamos contra “ellos los malos” es precisamente el tipo de escenario simplista donde una personalidad como la de Donald Trump se desenvolvería mejor. Esta sería precisamente la atmósfera donde le convendría más buscar la reelección.

Si esta lectura fuese correcta, entonces Donald Trump sería culpable de una irresponsabilidad de proporciones históricas y de cuyas consecuencias por el momento podemos solo especular: el haber iniciado un conflicto militar en una región altamente compleja y delicada con el propósito de obtener una ventaja puramente política, efectivamente comprando votos con sangre. (O)