Escogí en la secundaria la especialización Químico-Biólogo en aquellas épocas en que se creía que decisiones tempranas traerían profesionales convencidos. Compré un mandil. Me aprendí todos los músculos y huesos del cuerpo humano y las hormonas del sistema endócrino. Estudié la importancia de las mitocondrias, la función de los carbohidratos y hasta compuse con mis compañeras de clase una canción sobre el ciclo del carbono. En el último año de colegio, mis compañeras de especialización hicieron un día de práctica en el área de Emergencias del Hospital Luis Vernaza. Yo, por supuesto, me acobardé y opté por recibir un curso de primeros auxilios. Esta fue la primera señal que ignoré y decidí continuar con mi objetivo.

Me inscribí en el preuniversitario de Medicina. Lo pasé con altas calificaciones y hasta logré decir rápidamente, y sin trabar mi lengua, la segunda palabra más larga del idioma castellano: esternocleidomastoideo (lo reto, señor lector).

El día que vi un cadáver, esta cara más pálida que nunca, mi mandil y yo nos despedimos de la carrera de Galeno, Hipócrates y compañía. Aunque siempre fui advertida de que eso podía pasar y por años tuve mis dudas de que ese día podía llegar, ese momento fue determinante (y horripilante). Recuerdo haber llegado a pensar que un traumatólogo debía ser quien te cura los traumas psicológicos que te causa estudiar Medicina y no el médico que repara lesiones del aparato locomotor. Como es obvio, opté por otra carrera.

Yo, que renuncié a la carrera y que conocí de primera mano que esta requiere mucho más que madera o vocación, seré una eterna admiradora de quienes son médicos y ejercen su profesión con responsabilidad: Alexandra, Alfonso, Cecilia, Gregory, Guillermo, Inga, Mónica, Ramón, Robert, Teresa... Seguramente usted también tiene una lista de médicos cercanos, a quienes les debe, si no la vida, al menos un diagnóstico acertado, unas palabras de tranquilidad en el momento adecuado, una consulta pro bono por WhatsApp o teléfono, y quizá más de un regaño por haber consultado al siempre alarmista Dr. Google. Ellos y todos los profesionales de la medicina hoy merecen un reconocimiento. Su trabajo en condiciones normales es ejemplo, pero en tiempos de COVID-19, es un sacrificio adicional, que para el resto de ciudadanos se traduce en aliento y esperanza. Sepan que su labor es tremendamente apreciada y que valoramos su exposición para cuidar a los demás.

Hoy, por cosas de la vida, tengo la fortuna de ser profesora de Ética de 160 estudiantes de Medicina. Ahí están ellos cada día con su mandil, su letra ilegible (esto no es ninguna broma) y su más grande virtud: su vocación de servicio. He aprendido muchísimo de ellos y los admiro no solo por ver cadáveres sin desmayarse, sino por su coraje, su temple, y su valor para continuar pese a las vicisitudes características de esta profesión.

Aquí estoy en mi cuarentena, saliéndome del libreto y escribiendo en esta columna algo inusual y muy personal, pero ¿quién no se ha salido del libreto en estos días? Todos, excepto los profesionales de la medicina.

Por estos héroes y por sus familias, quedémonos en casa. (O)