Todo reino dividido contra sí mismo quedará asolado, y una casa dividida contra sí misma se derrumbará” (Lucas. 11:17).

Desde sus orígenes, el Ecuador ha estado infectado por una enfermedad tan ubicua y omnipresente en nuestro día a día que frecuentemente perdemos la capacidad de reconocerla como el cáncer malicioso que es. Se nos ha hecho invisible, como suele pasar después de un tiempo con todos los olores nauseabundos. Desde la Colonia, nuestra sociedad se infestó con la odiosa idea de que lo bueno y natural es que las personas se dividan en grupos, con invisibles aunque claras líneas que dividen a “ellos” de “nosotros”. Nuestro léxico cotidiano refleja la realidad de una sociedad fracturada en hostiles castas sociales y raciales. “Cholo”, “longo”, “negro”, “pelucón” son solo algunos de los adjetivos que usamos a diario para denigrar a nuestros compatriotas. Somos una casa dividida. Y ahora el Ecuador está por pagar el precio de una historia llena de indiferencia, desprecio, racismo y falta de empatía.

Ecuador necesita desesperadamente llegar a un gran consenso nacional que nos permita superar la crisis económica que se aproxima rápidamente en el horizonte. No podemos engañarnos. La crisis solo podrá superarse realizando grandes reformas estructurales, las cuales tendrán impactos a través diferentes sectores de la sociedad. Recortes de salarios públicos, flexibilización laboral, aumentos de impuestos, extinción de subsidios, ventas de empresas públicas y condonaciones de deuda son todas medidas que serán necesarias tanto para reactivar la economía como para mantener al Estado a flote. Trabajadores y empresarios, funcionarios y ciudadanos, citadinos y campesinos, blancos, negros y mestizos vamos a tener todos que unirnos en busca del bien común. Pero ¿qué idea del “bien común” puede existir en el Ecuador? ¿Cómo puede concebirse en una sociedad donde se excluye, divide y estratifica basado en el apellido, raza, región o estatus económico? La idea del “bien común” solo puede hallarse en un colectivo donde existe una conciencia de que hay algo que nos une. Una conciencia que te haga ver que el bien de tu vecino está inexorablemente conectado con el tuyo.

Dicha conciencia en nuestra sociedad es quimérica. ¿Por qué yo, empresario, voy permitir que suban mis impuestos para alimentar a esos “cholos” vagos? ¿Por qué yo, trabajador, voy a consentir que se flexibilice mi trabajo para el beneficio de esos “pelucones” explotadores? ¿Por qué yo, campesino, voy a permitir que corten mis subsidios para la comodidad de quienes me han llamado “longo” toda su vida? ¿Por qué “nosotros” debemos hacer un sacrificio por el beneficio de “ellos”? Hemos permitido que nuestra sociedad se segregue en grupos y castas, sin que haya experiencias o ideales comunes que nos unan. El verdadero costo de esta terrible enfermedad, mucho más nociva que el COVID-19, se va a hacer sentir ahora. A la crisis económica se le va a sumar una crisis política y social aún mayor.

Ojalá este sea el principio de un cambio real. Que pasada la terrible tormenta que se avecina aprendamos de una vez por todas que no podemos seguir viviendo así. Ojalá por fin aprendamos que una casa dividida está condenada a derrumbarse. (O)