Mientras unos se enferman y mueren, otros se enriquecen con la emergencia. La pandemia del COVID-19 ha destapado la corrupción de los enloquecidos por el dinero. Y los hay de todo género.

Perro, ratón y gato comen del mismo plato, abalanzándose sobre la magra troncha del erario nacional para satisfacer su voracidad a dentelladas. El dinero público que debería ser sagrado es más profano que nunca. Y no hay miramiento ante su escasez para refrenar el enriquecimiento ilícito.

La contaminación de la clase política y sus infaltables testaferros resulta tanto o peor que el coronavirus.

Bien se sabía que la suciedad estaba ahí, pero ha sido como retirar la alfombra después de haber socapado el polvo durante tiempo.

Hay una pléyade de actores políticos indiciados: en la alcaldía de Quito y las prefecturas de Guayas y Pichincha, un expresidente y sus hijos, uno de los asambleístas más influyentes del oficialismo, además de una retahíla de administradores hospitalarios, entre otros. Y como guinda de pastel la rocambolesca historia de la fracasada fuga en avioneta de un joven empresario procesado con una bella modelo, que se saldó con el trágico accidente en una pista clandestina al norte del Perú.

La investigación sobre el reparto de los hospitales de la red pública está abierta y se esperan nuevas revelaciones. En la Asamblea es previsible que algunos de los ‘honorables’ que se salvaron de la indagación de los diezmos estén como perro en canoa.

El gobierno del presidente Lenín Moreno queda mal parado ante la avalancha de fechorías. Sus voceros alegan inocencia ante el reparto, aunque los hechos apuntan a responsabilizarlo políticamente.

Es cierto que al haber garantizado la libertad de expresión fortaleció la lucha anticorrupción a través de la prensa libre e independiente, que fue sistemáticamente coaccionada durante el correísmo; también que favoreció la actuación de autoridades de control independientes; pero no es suficiente.

Ha habido un desfase entre el discurso y la acción, y parte del pecado capital es que pese al rompimiento político con el expresidente Correa, se quedó en su administración con una quinta columna que jamás fue depurada. Como ejemplo, los vasos comunicantes del bloque parlamentario de Alianza PAIS con sus colegas del correísmo; más allá de las apariencias activan a conveniencia su antigua camaradería.

El caso Yunda es capítulo aparte. Después de su posición ambigua ante el levantamiento indígena, se convirtió en figura al traer oportunamente 100 000 pruebas de COVID-19, a fin de impedir que Quito padezca la crisis sanitaria de Guayaquil, aunque no tardó en detectarse un doloso sobreprecio. Al hilo, que su obra emblemática de repavimentación de la capital la contrató simuladamente con la empresa del principal financista de su campaña. Y de remate mintió al denunciar que la cuenta de la Epmaps había sido hackeada cuando la verdad es que un funcionario de confianza robó los códigos para hacer una transferencia de 1,3 millones de dólares al exterior.

Moraleja: el pus de la corrupción es una enfermedad viral más tenaz que el propio COVID-19. (O)