Hace algunos años fui ayudante de cátedra en el Departamento de Economía de una universidad estadounidense, donde una de mis responsabilidades era corregir los exámenes de otros estudiantes. Fue para mí un hecho revelador darme cuenta de que, a pesar de ser amigo cercano de muchos de ellos y que todo el alumnado sabía que yo asignaba sus calificaciones prácticamente sin supervisión, absolutamente nadie nunca ni siquiera me insinuó que altere sus resultados, sin importar lo mal que les haya ido. Pedir a alguien alterar sus calificaciones era una idea tan repulsiva y contraria a la ética estadounidense que al parecer ni siquiera se les cruzó por la mente, incluso sabiendo que la persona encargada era un simple estudiante como ellos.

Hoy en día, gracias al trabajo de Fiscalía, el Ecuador se ha hecho consciente del aberrante extremo al que ha llegado la corrupción de nuestra clase política. Quienes fueron elegidos para protegernos se llenaban los bolsillos mientras nuestras calles se llenaban de muertos, lucrándose de nuestra angustia, sufrimiento y vulnerabilidad. La verdadera naturaleza de la corrupción en nuestro país queda desenmascarada. No es un mero problema de eficiencia burocrática, sino una verdadera aberración moral que nos deshumaniza, nos bestializa, y atenta contra nuestra dignidad e incluso contra nuestras vidas. La corrupción nos está matando.

Sin embargo, la justa indignación que se enciende contra quienes se enriquecieron a nuestra costa debe ir acompañada de un serio ejercicio de autocrítica. Hay que decirlo claramente: la corrupción en el Ecuador no es cosa de políticos y funcionarios, sino una gangrena que infecta nuestras estructuras de abajo hacia arriba. Vivimos en el país de “yo lo hago porque todo mundo lo hace”, una nación de “vivos” donde cada poste de luz está decorado con carteles vendiendo tesis y en cada esquina un vigilante cobra dinero. Somos el país donde evadir impuestos es sinónimo de astucia empresarial, plagiar trabajos universitarios no genera vergüenza, y falsificar carnés de discapacidad demuestra que somos más “pilas” que el sistema.

La normalización de este tipo de aberraciones cotidianas, las cuales a menudo vemos tan normales que incluso se nos vuelven invisibles, es la raíz de muchos de los males del Ecuador. Hemos aceptado la corrupción como parte natural de nuestras vidas. Es solo cuando nos enteramos del robo desenfrenado de nuestros políticos, la manifestación más grotesca de esta cultura autodestructiva, que nos indignamos, negándonos a ver cómo nuestras acciones y omisiones cotidianas han contribuido a esta cultura de la trampa y la mentira de la cual todos somos cómplices y culpables.

Nuestra sociedad requiere urgentemente una revolución ética, un cambio radical en la moral no solo de nuestros gobernantes, sino la de todos y cada uno de nosotros.

Hasta que no llegue el día en el que dejemos de sobornar a nuestros vigilantes, evadir nuestros impuestos y hacer trampa en nuestros exámenes, no habrá cambio. Hasta que no llegue ese día seguiremos viviendo en el país que nos merecemos. (O)