El capitalismo con sus promesas de poder, una vida deslumbrante, estilos lujosos, productos sofisticados de consumo, viajes, diversión, placer, lugares por descubrir, en países pobres y desiguales como el Ecuador, construye el imaginario donde la corrupción se extiende. No basta la parafernalia publicitaria del capitalismo ni las ilusiones que fabrica, sin embargo. Se requiere, además, que las oportunidades que promete se vean frustradas de modo sistemático para que la corrupción se convierta en una vía para alcanzarlas.

El sueño de una vida burguesa de comodidades y lujo ha triunfado sobre la ética del trabajo y la propiedad, la honestidad y el esfuerzo. No logramos explicar cómo fue que se destruyeron esos valores, ni siquiera si estuvieron alguna vez presentes. Solo lamentamos su ausencia.

La corrupción anida en el juego entre las clases sociales que forja el capitalismo, sus aspiraciones y anhelos, intereses y modos diferentes de relacionarse y ambicionar la riqueza y el dinero. En una sociedad capitalista que vende sueños pero no genera oportunidades para conseguirlos, la corrupción surge como mecanismo alternativo. No hay clase social libre de caer en sus redes: los empresarios ávidos de acumular y concentrar mayor riqueza y poder; la clase media que quiere un ascenso social y ostentarlo; y las clases bajas que aspiran a mejorar sus escuálidos ingresos. Ni siquiera funcionarios o profesionales con una buena situación de ingresos, como futbolistas y asambleístas, dejan de usarla para obtener privilegios a través de un carné de discapacitados. No hay límites ni pudor.

La corrupción lubrica la movilidad social en una sociedad donde el esfuerzo ligado al capital y al trabajo generan crecientes desigualdades y fisuras sociales. En el centro de este capitalismo de la desigualdad y la exclusión, con muy pocas oportunidades, el Estado se convierte en un mecanismo de movilidad compensatorio al mercado y al trabajo honesto y esforzado. Desde un expresidente hasta un pequeño funcionario público, sin excepción, asaltan el Estado. Se roba en épocas de bonanza, de crisis y de pandemia. Depredar el Estado parecería tener una cierta legitimidad allí donde reinan las desigualdades de clase y el capitalismo incumple su promesa de movilidad. La revolución ciudadana agravó esta percepción porque todo lo presentó como obra del Estado en una época de enorme prosperidad fiscal. No inventó la corrupción, pero extendió el derroche y el abuso junto a la idea del Estado como un mecanismo alternativo al mercado y al trabajo para la movilidad social, sin sujetarse a ningún tipo de control ni fiscalización. La revolución soltó todas las amarras. ¿Quién más ostentoso con el poder que Correa, con las ambiciones de la pequeña burguesía de reconocimiento y ascenso social? El Estado se vuelve un botín para el reparto y un atajo para la movilidad social, el mecanismo sustituto al mercado en este capitalismo de las desigualdades y los sueños frustrados. El medio para acceder a pequeños y grandes privilegios e incluso compensaciones, al éxito y a los lujos capitalistas, sin preguntarse ni importar cómo. (O)