De niña tenía un lugar al que llamaba mío: un árbol flaco y arrugado en cuyas ramas pasaba el tiempo soñando, evadiendo, pelando la corteza con mis uñas mientras la luz se desvanecía obligándome a volver a casa, a esa casa de mi infancia en Quito donde había un espejo enorme ante el cual solía bailar, un piano desafinado donde vivía un fantasma, un baño de visitas perpetuamente sucio.

Los lugares donde ha transcurrido mi vida, o aquellos por donde he transitado, han dejado en mí una impresión tan duradera y determinante que he llegado a sospechar que no soy yo quien los ha habitado sino ellos quienes habitan en mí. Vivo a más de diez mil kilómetros de mi tierra natal, pero no he abandonado sus paisajes. Jamás regresaré a esa casa en Bélgica donde viví una gran historia de amor, pero rondaré por siempre entre sus paredes, seré esa sombra silenciosa que observa el lago desde el ventanal del dormitorio. Llevo en la nariz los olores de las casas de mis tías y bisabuelas, en los párpados clavadas las imágenes de porcelanas, cortinas y plantas, espejos y lavabos, las polvorientas alfombrillas que intentan disimular los tanques de los inodoros y que por alguna razón me entristecen. Nunca lograré deshacerme del cuadro de jeroglifos y hombre con cabeza de perro que cuelga en el baño de una tía en cuya casa viví mi versión de la novela Nada de Carmen Laforet. Me perseguirán los siniestros payasos que me observaban desde las escaleras en la casa de amigos de mi madre en cuyo ático leí toda su colección de Reader’s Digest para evadirme de los ruidosos juegos de niños y adultos.

Vuelvo una y otra vez a esos lugares donde no tendría que haber estado: dos habitaciones de hostales en dos ciudades lejanas, de fondo cantaban Alberto Plaza y Chavela Vargas mientras yo nadaba entre tormentas de amor y culpa; un departamento en Roma cuyas persianas siempre cerradas no lograban redimirnos del calor apabullante de agosto que nos envolvía en su melancolía. Los lugares son protagonistas de mi vida y de mis sueños, donde se confunden y transforman. La casa de Quito de mis abuelos asoma en Berlín. Bebo una copa de grapa con mi abuelita, hermosa y elegante como su sala, pero al subir las escaleras me encuentro en una escuela vacía y lúgubre, surgida de una novela de Kafka.

Me pregunto cuántas cosas han debido suceder en nuestras vidas, qué silenciosos giros del destino (son casi imperceptibles esos momentos que definen por siempre nuestras vidas) nos han llevado a vivir en los lugares que habitamos: lejos o cerca de donde nacimos, solos o acompañados. Ahora que la pandemia nos obliga a concentrarnos en lo doméstico, se vuelven más relevantes que nunca las cuatro paredes que velan nuestros sueños. Ahora que viajar se ha convertido en nostalgia y anhelo, vagamos por las calles como alucinados, sintiendo como nunca el poder de la fortuna que nos ha varado en una ciudad, un pueblo, un país, encadenándonos a su destino. Pero navegaremos en la memoria y la imaginación como esos vientos que circulan libres e incontenibles sobre la faz de la Tierra acariciando los rostros amados y despeinando sus locos peinados pandémicos. (O)