Leo las noticias que señalan que varios hospitales de Guayaquil están acogiendo, como debe ser y con las manos abiertas, a pacientes infectados con el virus que provienen de otras provincias en las cuales la atención clínica se encuentra al borde del colapso, lo que significa en otros términos que sí hay drama, a diferencia de lo expresado recientemente por el ministro de Salud, quien hace pocos días pedía que no haya “drama” en la capital. La derivación de casos de enfermos de COVID-19 a Guayaquil ha ido en aumento en las últimas semanas, debido a la disponibilidad de camas hospitalarias y toda vez que se dio un aprendizaje doloroso en los servicios de salud desgraciadamente a costa de miles de muertos.

En ese contexto, resulta totalmente lógico y procedente que el acceso a la salud se garantice, tal como lo dispone la Constitución, a todos los ecuatorianos, sin distinción alguna de procedencia; pero no cabe duda de que más allá de cualquier enunciado, existe una disposición positiva y generosa de las autoridades y de la ciudadanía en acoger a los pacientes de otras provincias y dar todo el apoyo posible en la lucha contra la pandemia. Paradójicamente, basta revisar la información de hace algunos meses para entender el lado oscuro de la llamada unidad nacional cuando la ciudad fue estigmatizada y vilipendiada en los momentos más cruentos de la pandemia, cuando las ambulancias que llevaban enfermos de Guayaquil a otras provincias eran bloqueadas, cuando analistas ironizaban sobre la suerte de Guayaquil y cuando algunas élites discutían, aunque parezca mentira, respecto de la carga pesada que significaba Guayaquil en el destino de la nación.

Naturalmente, hay otras lecturas y consideraciones que deben ser tomadas en cuenta para un análisis más objetivo de la “soledad” de Guayaquil en esos momentos trágicos de pandemia, pero en realidad cualquier homenaje a la memoria de miles de fallecidos debe incorporar un capítulo que más allá de exigir el dato real de muertos en la ciudad, esclarezca qué tan cuestionado o desordenado estuvo ese espíritu de unidad nacional en esos momentos. Por supuesto, hay que evitar caer en el facilismo del discurso localista, pero no hay duda de que en esas semanas dramáticas hubo un intento de atribuir responsabilidades exclusivas a los guayaquileños y a sus autoridades, olvidando que la pandemia era un problema de todos los ecuatorianos, tal cual se está demostrando en estos momentos.

Sería posible intentar analizar la “soledad” de Guayaquil en estos momentos quizás argumentando que el estado de zozobra y angustia que reinaba era de tal magnitud que nos convirtió a los guayaquileños en virtuales apestados, receptores lógicos de la plaga apocalíptica, sin embargo creo que se dio un fenómeno ambiguo en el cual otras consideraciones, tales como el regionalismo, jugaron un papel considerable en tales circunstancias. En realidad, la discusión respecto de la “soledad” que pudo sentir Guayaquil pone en perspectiva la necesidad de releer no solo la tradicional idea de unidad nacional, sino también el sistema político central que indudablemente margina y excluye. (O)