Una de las actividades más desafiantes de mi vida ha sido ser lector. Cuando todo comenzaba, digo la vida o la lectura, o yo qué sé, soñaba con conquistar los libros, los grandes, aquellos que hay que leer inexcusablemente. ¿Hay libros que hay que leer inexcusablemente? Quería leer los clásicos, los más difíciles, aquellos que nadie entiende. Quería decir, pletórico: yo sí, yo sí los he entendido, yo sí me he conmovido. Quería tanto adentrarme en el Ulises de Joyce que no me atreví a leerlo, porque no me sentía listo. Primero, me dije, tenía que leer otros clásicos, para prepararme, para que me acompañen en el rito. Aún no lo he leído.

Me propuse devorar la literatura latinoamericana. Dije, a mucha gente, que había leído Rayuela mucho antes de hacerlo. Cuando leí un par de cuentos de Borges comencé a citarlo en toda conversación, usando un tono entre melancólico y fascinado, por un universo borgeano al que aún estaba lejos de entrar. Muchos libros me rechazaron, y no los terminé nunca, como Crimen y castigo. Otros sucedieron en mí como un milagro, como una emoción que me brotaba en el pecho, como contemplar la titilante luminosidad de los astros.

Años después, en Barcelona, empecé el Quijote. Le había tenido un respeto altísimo, como al Ulises, y por eso mismo tampoco lo había leído. Pensé que sería una experiencia intelectual y culturalmente consagratoria. Nunca me imaginé, en esa juventud tan poco lúcida, que el Quijote era todo lo contrario: todas las risas y todos los llantos, el humor y la compasión, la desolación, la ternura y la esperanza. En muchos sentidos es la experiencia más humana, más humilde y más sencilla que me ha dado la literatura.

He llegado a aceptar que no leeré todos los libros de mi biblioteca. Esa idea, incluso, ya no me causa ansiedad. Tampoco he cambiado demasiado: sigo comprando libros, con menos constancia, con menos adicción. Los observo y los cuido como objetos queridos, como artefactos a cuyos mundos quizá no tendré acceso, y sin embargo ya los amo. Sé muy bien cuáles son mis libros más amados, aquellos sin los que no podría concebir mi vida. Por lo general no los releo. Son como recuerdos vivos. Algunos de ellos, en actos de amor o de budismo, los he obsequiado a personas muy queridas para practicar el desapego, pero no puedo decir que no los extraño.

Ya no leo tanto. Cada vez menos. Procuro leer los libros que me llaman, porque esos llamados existen. Se los escucha como voces hondas que suenan muy adentro, del cuerpo, del espíritu, de las montañas, del mar. También los lugares nos llaman, no sé porqué. Y muchas veces los lugares no son sólo los geográficos. Hay llamados en la vida. Se escuchan como mantras, o así nos acompañan. Y a esos lugares intento acudir, como quien camina a lo largo de una cordillera, durante meses, años o siempre. Mi lectura, ahora, procura ser paciente, meditativa; leo en voz alta pero trato de ser consciente del silencio. Abro un libro cualquiera, algo como las memorias, el diario, la obra en prosa o la vida de un poeta, de un maravilloso poeta luso, y leo: “Hablar es tener demasiadas consideraciones con los demás. Por la boca mueren el pez y Oscar Wilde”. (O)