Mi nieto Yoursokiú espera que su ahuela lo recoja de la guardería. Me ve llegar y sus grandes ojos se iluminan, corre hacia mí y me entrega un corazón de cartulina en el que ha pegado, a lo más que nunca, unas tiras horizontales de color rojo, un semicírculo azul y una estrella blanca. Es su bandera. Es 11 de septiembre y en los Estados Unidos conmemoran el 11S, es el Día del Patriota.

Abrazo a mi nieto, agradezco y elogio su regalo. Siento que algo parecido a la nostalgia se me instala en el pecho y mi memoria sale desbocada a toparse con un recuerdo, ese recuerdo del verano de 1968 en el que papá nos trajo por primera vez a este país. Fuimos a Miami, ciudad en la que odié su comida. El doctor Marquito me permitió alimentarme solo de banana splits y chocolates M&M’s con vaso de leche. Nos alojamos en un hotel frente a la bahía. El portero era un gringo viejo y cariñoso; la mucama, una guapísima señora cubana cuyo hijo, también guapísimo, pintaba el hotel. Muchas veces coincidimos con él en el ascensor, siempre nos sonreía mientras tarareaba una única canción. Una noche cruzamos con papá al parque que quedaba frente al hotel, ahí un grupo de cubanos tocaban y cantaban la canción que el guapo hijo de la mucama tarareaba. Escuché la letra, me caló hondo y memoricé de inmediato sus primeras estrofas:

Nunca podré morirme
Mi corazón no lo tengo aquí...
Cuando salí de Cuba
Dejé mi vida dejé mi amor
Cuando salí de Cuba
Dejé enterrado mi corazón

Estos versos me impactaron y me impactan hoy más que nunca porque siento que vivo sin corazón, que lo tengo dividido entre el norte y el sur. Me despediré de Yoursokiú en estos tiempos inciertos de COVID-19 y dejaré, sin lugar a dudas, parte de mi corazón enterrado aquí. En esta tierra donde se le ocurrió nacer y con una bandera que no es la mía pero que ahora respeto porque es la suya. Porque mi nieto crece en esta tierra tan ajena, tan distinta a la mía. Él seguirá su vida y yo la mía, mal que me pese. Es hora de volver aunque duela. Me pregunto:

Volver, ¿para qué?
...Para que duela tu ausencia,
entonces, ¿a qué volver?

Quisiera volver con esperanza, con ganas de ver un cambio, pero las pocas noticias que he visto en este tiempo me desaniman. La corrupción sigue imparable, el cinismo va boyante y gana adeptos, el absurdo sigue estando a la orden del día y los ecuatorianos como gallina ‘atzagaiada’, atados de pies y manos por leyes que frenan toda posible iniciativa o gana de trabajar.

Es verdad que en este país pasan cosas horribles; sin embargo, me sorprende que enviar un libro de Chicago a Miami cueste lo mismo que de Quito a Latacunga, que los intereses de un préstamo hipotecario sean del 3 %, ninguna factura contiene los datos del consumidor con pelos y señales y nadie las guarda porque gane lo que gane y gaste lo que gaste pagará el 45 % de impuesto. Nadie se estaciona donde no debe ni saca la basura el día que no le toca, todos respetan las filas y no hay viveza criolla, o si la hay es mínima y no se nota. El sentido de comunidad es muy fuerte y el respeto por el otro es enorme. Tengo mucho que contar, pero es hora de empacar el corazón de papel. (O)