En la antigua Roma, la expresión latina “ad auxilium vocatus”, quería decir: aquel llamado para auxiliar. Ese es el origen etimológico de la palabra “advocatus”, que en nuestra lengua es: abogado/a. He pensado, nuevamente, en la historia de la profesión que decidí estudiar al enterarme de la muerte de Ruth Bader Ginsburg. En el mundo antiguo, los abogados tenían acceso a una zona impenetrable de la vida, el sistema legal, para abogar por aquel que lo necesitaba ante la Justicia, que era representada como una Diosa ciega que tenía una balanza. Ese acto de abogar era y es la función de los abogados. Y esa fue la función que con creces cumplió RBG, una de las juristas más influyentes de la historia reciente. La segunda mujer en asumir al cargo más alto del sistema judicial de un imperio.

Las biografías y los estudios jurídicos podrán dar cuenta del aporte, fundamental, de RBG como jueza, sus precedentes jurisprudenciales, sus disentimientos, sus opiniones doctrinarias. Y está bien que así sea: se trataba de uno de los cerebros jurídicos más completos del planeta. Su influencia, insisto, trascendió a los tribunales y a la academia, RBG se convirtió en ídolo pop, en inspiración de generaciones comprometidas con los derechos civiles, en motivo de orgullo para tantas mujeres que desean seguir sus pasos o que, sin haberlo podido, se sintieron representadas en ella. Hay mucho que decir y que escribir sobre RBG, yo quiero quedarme en las lecciones que aprendí, y que para mí son valiosas.

En un mundo que, lentamente pero sin pausa, tiende a la polarización ideológica agresiva y a la anulación del que piensa diferente, la figura de Ruth Bader Ginsburg se convierte en un legado de madurez, tolerancia y humanismo. Ella, que pertenecía a la cada vez más debilidad ala liberal de la Corte Suprema de los Estados Unidos, cultivó una maravillosa amistad con su colega, el juez conservador Antonin Scalia. No los unía sólo el amor al Derecho, a la Justicia y a la ópera, yo siempre he pensado que también a los dos les unían sus discrepancias, sus miradas diferentes del mundo. No debemos esperar que nuestros amigos piensen como nosotros, por el contrario, parte de la amistad es conocer y aceptar esas diferencias.

El amor de RBG por la ópera, sin embargo, tiene que ver mucho con su carácter: pienso, y esa es mi teoría, que siempre estuvo consciente de que la vida, en muchos aspectos filosóficos y ontológicos, es una puesta en escena. De hecho, en cuanto a las óperas, fue protagonista de una y musa, junto con Scalia, de otra. Para consignarlo: RBG apareció en Die Fledermaus de Johann Strauss II y Ariadne auf Naxos de Richard Strauss, sin diálogo, y en The Daughter of the Regiment de Gaetano Donizetti, con unas pocas líneas. A los abogados, antiguamente también les llamaban letrados, porque su poder residía justamente en la mística del lenguaje, de la dialéctica, del silencio.

Esa es, quizá, la lección más grande que me deja RBG; su aporte a la justicia está en sus palabras, esas con las que hacía sus sentencias, pero también en su silencio, ese que daba cuenta de su sobriedad, templanza y calma. De todas las formas posibles de hacer historia, la de ella era casi contemplativa, y no por eso menos poderosa. Hizo revoluciones con su cerebro, su complejidad dialéctica, su firmeza y rigor, y claro, con su serenidad, su compasión y su cabeza fría. La podemos ver, en la película On the basis of sex, basada en su vida, subiendo las escaleras de Harvard, de Columbia, y de la Corte Suprema, primero estudiante, después abogada y luego magistrada. La actriz que la interpreta es Felicity Jones, pero al final aparece la verdadera RBG, en cuerpo y alma, ascendiendo sobre esas escaleras. Su cuerpo es frágil, pero esa fragilidad suya contenía la fuerza implacable y transformadora de su cerebro, de su carácter.

Eso es lo que hizo toda su vida: subió las escaleras de las facultades de Derecho, cuando era mal visto que las mujeres sean admitidas; litigó casos, perdió y ganó juicios ante tribunales conformados por hombres y en procesos en los que la mayoría de abogados eran hombres. Desde esa época su temple demostró a miles de mujeres que podían y debían estudiar Derecho, litigar, enseñar. En 1960, no fue contratada como secretaria de la Corte Suprema, pero acudió al edificio como parte procesal, y, sin necesidad de alzar la voz, con un estilo discreto, firme y técnico, ganó casos históricos. En 1972 fundó la Unión Estadounidense por las Libertades Civiles. En 1980 Jimmy Carter la nombró magistrada del Tribunal de Apelaciones del Distrito de Columbia. En 1993, tras la nominación de Bill Clinton, el Senado aprobó su nombramiento como jueza de la Corte Suprema con 96 votos a favor y 3 en contra. Gran parte de las conquistas contemporáneas de derechos fundamentales en su país se aprobaron con su voto. Murió el 18 de septiembre del inefable 2020, cumpliendo hasta su último día con la responsabilidad de su alto cargo. No ha dejado de hacer Historia: es la primera mujer y la primera persona judía en ser velada con honores en el Capitolio. Su féretro ingresó por las mismas escalinatas de aquel que contenía el cuerpo de Abraham Lincoln. Su vida fue una revolución, una lucha constante y coherente, una ópera épica y liberadora. Poco o nada más que eso se le puede pedir a la Abogacía. (O)