Leo un bello artículo del escritor español Arturo Pérez Reverte en el que habla de los testigos de la historia, habla de guardar la memoria y de la importancia de preservarla. Se refiere a los padres y abuelos, custodios de los recuerdos: Ellos fueron testigos únicos de aspectos de nuestra vida que tal vez nunca nos contaron. Los conservan en su recuerdo, el único lugar posible; y al morir se los llevan, perdiéndose en la nada. Con su muerte empezamos a morir nosotros; a desaparecer lentamente del mundo por el que anduvimos, como una vieja foto que pierde los contornos.

La literatura también nos ayuda a construir la memoria. Siempre juego a recordar cosas de antes, a contarles a mis lectores y talleristas esas historias del día a día que, a ellos igual que a mí, nos contienen y nos sostienen. Siempre he pensado que la memoria es nuestra identidad, que somos lo que recordamos.

Me esfuerzo en guardar los recuerdos como un bien preciado, los atesoro para irlos saboreando y contando a la vez. Los evoco para, de alguna manera, volver a vivir en otro tiempo, volver a soñar y a sentir aquellas ilusiones que pasaron de largo. Me gusta sentirme viva a través de la nostalgia.

Pero la memoria que nos identifica también es la de nuestro país. No solo la que nos contó Óscar Efrén Reyes, sino la que rememoramos y vemos a diario.

Esta mañana se me vino a la mente la historia política de este país, la que yo he vivido. El evento más antiguo para mí fue la caída de la Junta Militar y la presidencia de don Clemente Yerovi Indaburu. Fue un día glorioso: papá no pudo viajar a Quito porque la ciudad estaba sitiada y se quedó en Latacunga. Pasó con nosotros dos o tres días, escapándose de los juegos y de los cuentos para ir a oír noticias y a la vez haciéndonos partícipes de cuanto pasaba.

Desde aquel 1966 a la fecha nuestro país ha vivido de tumbo en tumbo. La presidencia de Rodrigo Borja fue la excepción que confirma la regla. El resto han estado marcadas por la violencia, el robo, el despilfarro, la crisis.

Hoy no quiero escribir, hoy quiero olvidar, no quiero escribir, no tengo nada bueno que decir. Hoy quiero callar porque si hablo, si escribo, si digo, si abro mi boca, empuño el lápiz o toco las teclas de mi ordenador, seguramente será para dejar salir sapos y culebras.

¿Han pensado ustedes qué historia les vamos a dejar a nuestros nietos? ¿Qué memoria formará su identidad?

Me pregunto una y otra vez si seré capaz de decirle a mi nieto Yoursokiú que en Ecuador alegrarse es ver caer en la cárcel otro corrupto más, pero que la mayoría andan sueltos. Si podré explicarle que el país de sus padres y sus abuelos es un miserable espacio lleno de riquezas donde las desigualdades cada día duelen más. No tengo idea de cómo le contaré que el absurdo llegó para quedarse, que no somos capaces de pensar como comunidad, que el egoísmo campea y que el sentido común fue reemplazado por la ambición.

Hoy no quiero escribir. Puedo escribir los versos más tristes esta noche, escribió el poeta. Puedo escribir solo cosas feas, dice la Moca Varea. (O)