Imagino a un tipo de lector harto y aburrido de las guerritas entre la izquierda y la derecha, de los que defienden o atacan, de los del sur y los de norte, de los de un partido y el otro, de los de estatua arriba y los de estatua abajo, de los que están contra las redes sociales y la tecnología de última generación y de quienes las endiosan, de los machitos de facto y de los panfeministas convenidos, de los que creen a sus hijos propiedad privada y de los que quieren usar los de otros como laboratorio identitario, de los enfurruñados centralistas y los enfurruñados federalistas, de los ofendidos por cualquier adjetivo que no los implica directamente y de los que parecen bravucones de la ofensa a cualquier precio y por darse el gusto, de los que están a favor de este líder o en contra de él, y sobre todo de los proselitistas que saturan redifundiendo hasta el hartazgo cualquier noticia, nota o notita que avale su credo furibundo, donde, claro, jamás hay una autocrítica o un punto de vista contrario y ninguna pizca de humor.

Cuando yo también me harto, pienso en ese lector cansado de ese ping-pong interminable de temas políticos o politiqueros. Reclamar que no se pueden obviar los temas políticos incurre en la mayor obviedad: de política es de lo único que parece hablarse. Basta abrir cualquier periódico, noticiario o red social y allí está, todo el día, la cantaleta permanente. Así que no reclamen más de lo que ya sobra.

Entonces mi lector imaginado –que es mucho más real de lo que se supone–, dice adiós a todo eso, al menos por unas horas, prende el televisor y busca una comedia o una saga distópica, o toma una novela o un cuento, del tema más peregrino posible, es decir, alejado de cualquier retrato de su entorno –lo que explica tanto auge de la ciencia ficción, del relato de terror, de novelas neogóticas, históricas, románticas, etcétera–, y si es un lector exquisito tomará un poema, un gran poema, y se marcha. Sí, se va, dice adiós a este mundo de corruptos, ángeles redentores, mesiánicos activistas, bravucones incorrectos, y asesinos sin causa o con supuesta causa que les justifican cualquier sicopatía.

Espero que mi lector imaginado sea feliz recurriendo a la ficción, a ese dispositivo que suspende el mundo, donde el bueno no es tan bueno y el malo no lo es tanto y saltan mil chispas de duda en un paisaje detenido, lo que irrita profundamente a los fanáticos contra el arte y la ficción que piden más política y realismo para copar también esta esquina rebelde, este paisaje que no está en la realidad gruesa de cada día, que tiene colores inauditos en sus matices y perfiles sorprendentes, luces y sombras en gradación progresiva que solo se pueden contemplar en el amanecer y en el ocaso, esos extremos del día que ocultan la prisa, el ruido y las ideologías del mundo, pero que vuelven a brillar en el recurso de la ficción.

En un último intento lo querrán atar a la fuerza diciéndole que la ficción es ideología, pero ya mi lector estará lejos, muy lejos de todo eso, libre, preparándose para volver con nuevas energías. (O)