Llueve. Alguien tira piedras heladas contra mi ventana. El cielo se precipita del gris al negro a las cinco de la tarde. Van desapareciendo las últimas hojas de colores que abrigaban mis pasos. Son los últimos suspiros del otoño que muere. Réquiem para 1,3 millones de muertos de un virus que pasará a los libros de historia tras haber devorado tantas páginas de nuestras vidas.

Leo. Leo libros, periódicos, mi pantalla y las etiquetas de las botellas. Leo que en Nueva Delhi ya no sale el sol porque en lugar de aire hay humo; que en Birmingham, de una mujer moribunda con corona, los médicos logran extraer sus gemelos vivos, mientras que en Alemania una horda de bárbaros en las calles vocifera que la pandemia no existe y exige que les dejen andar con la jeta al aire, ya que en eso reside la esencia de la libertad humana. Leo WhatsApp, The Guardian, The Atlantic, E.T.A. Hoffmann, Facebook y diarios alemanes. Papilla de datos, ficciones y emociones.

Armo rompecabezas de tractores con mi hija mientras veo una serie sobre la vida después de la muerte: el lugar bueno o el malo, depende de cuántos puntos acumulemos. En el lugar malo nos torturan los demonios y en el bueno no sabemos qué sucede porque ya nadie llega. El mundo se ha vuelto demasiado complicado y los contadores que asignan puntos a nuestras acciones utilizan sistemas caducos. Si hace siglos comprábamos rosas para la abuelita, ella se alegraba, ganábamos puntos. Fácil. Hoy damos rosas a la persona amada pero estas nacieron en plantaciones que envenenan el suelo, su transporte contamina un mundo agonizante, su venta es el último eslabón de una cadena internacional de abusos. Perdemos puntos. O compramos chocolate alemán hecho con cacao sembrado por un campesino en Camerún a quien no le pagan lo suficiente ni para mandar a sus hijos a la escuela. Cacao cargado a espaldas de un joven que gana una miseria al llegar al puerto donde deposita el saco en un barco que trae el cacao a Alemania donde en la fábrica lo transforman en chocolate empleados que ganan menos que el mafioso a cargo de las aduanas, que el intermediario que monopoliza el transporte, que el inversionista acumulando desde su sofá los millones que roba a todos en esa grotesca cadena de explotación.

Respiro. El aire no huele al polvo tóxico del reseco mar de Aral que está matando a los niños en Uzbequistán para que Europa se sacie de algodón mientras la economía del país crece sobre tumbas. Respiro. El aire no llena mis pulmones del humo de los campos de arroz que arden en India para producir al ritmo frenético del consumo global. Respiro en Alemania mientras sueño con los paisajes de Manabí... Pero hasta ese paraíso ha llegado la sombra de la tala de bosques, los funestos monocultivos, la avaricia insaciable de inversores que tientan a los empobrecidos campesinos con billetes a cambio del alma de la naturaleza. Los últimos suspiros… Riqueza no son los números de la bolsa de valores sino el canto de los pájaros al amanecer, el olor del aire, la tierra negra preñada de lluvia. Riqueza es mirar a nuestro alrededor y poder decirnos sonrientes: este es el mundo que heredaré a mis hijos. (O)